Milo T

La amistad de los pueblos

En esta ocasión creo oportuno dejar, así, plasmadas ciertas reflexiones en torno a mi manera de observar el fenómeno de la amistad en un plano más global; ubicaré para ello a la persona física en el lugar donde nunca nadie la debió correr so capa de justificaciones como las que se vertieron desde Aristóteles, quien consideraba al Estado superior a sus ciudadanos, pasando por Maquiavelo, según el cual “la razón de Estado” redimía al príncipe de todo atropello si se encontraba justificado su fin, hasta la brega filonazista que sostiene por estas horas un personaje caricaturesco desde la Casa Blanca.
Por empezar, la fecha (“día del amigo”), es tomada de un acontecimiento protagonizado por EEUU y por el cual un argentino entendió que tal hecho abrazaba fraternalmente a la humanidad toda. Sí, como es conocido, el 20 de julio de 1969 el Apolo XI llegó a la luna y un hombre posó sus pies sobre la misma por primera vez…“un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la humanidad”.

¿Pero por qué pensar que ello hermanaba a las civilizaciones? ¿No fue acaso ese hito histórico producto de la enloquecida carrera armamentista y aeronáutico espacial que aquélla nación disputaba con la URSS en tiempos de la Guerra Fría? ¿Francamente, puede creerse que el alunizaje vástago de esa competencia salvaje por el podio de las naciones tiene alguna relación con la amistad?

Hablamos, claro está, de la amistad de los pueblos. Y en este lance va en juego mucho más que un sentimiento positivo por el cual nos creemos empáticamente ligados al prójimo. El gran desafío -aún no logrado- es bastante más que conquistar satélites; es algo más terrenal, más mundano: se trata aquí no de conectar con el otro por una suerte de “affectio societatis” -como decían los latinos al calificar uno de los recaudos imprescindibles para fundar una sociedad civil o comercial-, sino, antes bien, se trata de hermanarnos aunque dicho sentimiento se halle ausente, puesto que un espectro variopinto de circunstancias, tales como diferencias étnicas, idiomáticas, religiosas, políticas, ideológicas, idiosincrásicas, etcétera, obran perniciosamente, en detrimento de la ¿inalcanzable? amistad generalizada.

Sin embargo, el objetivo es reparar en aquel fenómeno que es no sólo un dato biológico; la humanidad, esa cualidad de pertenecer al género humano, debería alivianarnos de la irracionalidad de agredirnos unos a otros por no saber apreciar que el multiculturalismo es precisamente lo que hace más bello nuestro tránsito por la vida.

De otra manera y como en la novela de Camus (“La peste”), donde no existía la flora, o lo que es igual, un paisaje desolado de los matices que proporcionan los girasoles y los claveles, los agapantos y las flores silvestres, ¿podría sin ese espectáculo para los sentidos que trae consigo la diversidad haber escrito Wilde algo tan hermoso como “El ruiseñor y la rosa”?
Hoy, ante la marea migratoria de desesperados balseros deseosos de un futuro sin guerra, la occidente primermundista erige trabazones burocráticos a título de defensa de sus connacionales, ¿será que caló hondo en tal cultura la afirmación sartreana de “el infierno es los otros”?, ¿será por ello que el presidente estadounidense Trump pretende hacer realizable el anhelo del ex mandatario Bush consistente en levantar una muralla en la frontera con México?

Se olvida entonces que desde Caín y Abel, el renegar del semejante no ha traído sino desgracias para nuestra especie.

Desconocen aquellos dirigentes que el sistema internacional de derechos ha ubicado al ser humano como ciudadano del mundo, debiéndosele tutela allí donde se encuentre en virtud de la dignidad ínsita en su individuación.

En sintonía con ello el Papa Bergoglio viene sosteniendo un sólido mensaje ecuménico. Y allí se lo ve, junto a los referentes religiosos del mundo entero, llamando a la paz, a la solidaridad con los desposeídos; en fin, a hermanarnos nuevamente en la fe de un mañana mejor.

Es que la amistad que aúna a nuestra especie es en definitiva aquel deseo desinteresado del bienestar del congénere del que hace milenios hablaba el mentado filósofo estagirita. Estamos diseñados para la amistad, nuestra naturaleza gregaria nos la impone, aunque ciertos pensadores hayan visto en nosotros un estado natural de lobos esteparios siempre con vocación de caníbal.-