Alberto Escobar

AparisiĆ³n

 

 

Todo su ser se había convertido en una gran sed.

Aranmanoth. Ana María Matute

 

 

 


Transcurría ya el tercer mes de periplo sin encontrar
un paraje idóneo para asentar nuestro campamento.
La hambruna hacía mella en la tribu desde que las
heladas se tornaran más frecuentes en el pueblo,
Maakensdish, situado en la ribera del Báltico.

La coyuntura se hizo tan insostenible que decidimos,
con todo el dolor de nuestros corazones, desmantelar
nuestros poblados para emprender un incierto viaje 
hacia el sur, sin más destino que el que indiquen los 
astros que nos acompañen en nuestro camino.


Calculo que llevaríamos ya a nuestras espaldas por 
lo menos trescientas leguas, andadas al ritmo que nos
permitia la ingente carga que transportábamos cuando,
a modo de un feliz espejismo, saltaba a nuestras vistas
un paraje excelso, como efluvio de una ensoñación, 
una suerte de Edén que Dios conservara en exclusiva
para nosotros.

Según pude saber al tiempo, se trataba de una especie 
de isla fluvial, exuberante hasta el súmmum, rebosante
de verdura y ganado para deleite de nuestros exhaustos
congéneres.


Huelga mencionar que dimos por bien empleados los 
esfuerzos y pesares sufridos durante nuestro éxodo 
porque, a modo de flechazo amoroso, vivimos en  
inmensa dicha durante generaciones.


Solo me queda contar que, en honor a mi pueblo, los
Parisios decidimos denominar el lugar con el nombre de

                                      París.