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Aquel mismo sueño (Cuento)

Aquel mismo sueño

 

Para Jessica,

un sueño de mujer hecho realidad.

 

El sueño es una invención irreal del propio subconsciente humano. Un escape del hombre a su realidad banal. Este proceso, involuntario, consta de imágenes, sonidos y sensaciones adquiridas mediante las experiencias de vida, de sucesos ocurridos en el ayer, en el mes pasado o hace años. Se manejan e ilustran conforme los deseos, ambiciones y miedos internos. Quizá la mayor parte de los sueños de las personas sean un poco lúcidos, llegando a ser fantasiosos y extravagantes; una bestia, criatura fantástica, amor platónico, algún conocido en alguna situación extraña o suceso sin explicación, son personajes recurrentes en la adormilada mente de la persona. Pero en este caso, en el mío, no existen dichos integrantes.

Al igual que todas las personas, he soñado, pero de la cantidad de sueños míos, no me había quedado grabado en la mente uno tan peculiar como el que refiero a continuación. Sin embargo, y a pesar de que es un sueño recurrente, éste es simple, cuya simpleza puede llegar a ser boba. Es normal, más que nada sencillo, como el de cualquier otro. Pero es, como menciono, la constancia lo que me obliga a escribirlo.

Durante muchos años y en gran parte de mi juventud, aquel mismo sueño siempre ha sido un suceso curioso y recurrente; llegando en los momentos tanto inesperados como predecibles. Ahora tengo sesenta años y hacía tiempo que no lo soñaba, pero el domingo de la semana pasada volvió a mí y justo ahora -mientras dormitaba en el sillón de la biblioteca- lo he vuelvo a tener.

No escribo el siguiente relato con el propósito de encontrar algún significado, pues el sueño es la imaginación inconsciente del hombre y encontrarle sentido alguno es, para mí, una pérdida de tiempo. Transcribo más bien, a fin de recordar un pequeño suceso inusual que sucedió y sucede en  mi vida. Quizá esta sea la última vez que lo haya soñado –aunque me atrevo a decir que esta suposición es incorrecta- y mi mente aún me sirve y mis manos me son fieles a pesar de sus indicios del mal de Parkinson.

Reflexionando un poco, me es un tanto triste que mi última narración sea este sueño simplón. Tal vez, si en aquellos años, cuando la fantasía era constante -como un niño que trata de llamar la atención- le hubiese hecho caso, incluido personajes, trama o poesía, pudiese haber sido uno de esos cuentos que se releen hasta el cansancio; que son bellos por su propia prosa y no de aquellos relatos que se escriben sólo con el propósito de contar algo.

Pero ha de ser una de tantas cosas que no me atreví a hacer.

El sueño comienza en una calle de la ciudad de Tijuana, la calle de los niños héroes para ser exactos. El día está coronado por un sol brillante y amarillo y, si uno ve a lo lejos y echa a perder la mirada, puede ver el calor ondulándose en el viento.

Estoy al final de la calle, en la parte baja, camino en medio de ésta. A pesar de que el sol es enorme y no hay nubes en el cielo; no padezco calor, ni siquiera estoy sudando; pero la luz es tan brillante al otro extremo que no se puede ver más allá de la incandescencia que produce su resplandor. Las casas que hay son las mismas, como un reflejo exacto hecho por el espejo de mi mente. Sin embargo, hay dos diferencias que me gustaría mencionar.

La primera es la flora y fauna. Sobre las casas hay ramajes de plantas, flores y los árboles las decoran. Algunos hogares se ven añejos por la cantidad vegetación y polvo que tienen. También hay una gran variedad de animales: conejos, patos, ardillas, gallos, gansos, perros y gatos pululan por los patios entre un pasto que crece verde y fino.

La segunda diferencia aparece después de haber caminado mitad de la calle y pasado por casa de Martita y Don Enrique; antes de llegar a la de Don Marcos y Letty. Aún no llego al hogar de éstos últimos cuando aparece otra casa, tan distinta a las otras. Esta casa es pequeña pero ancha, de color marrón oscuro. Sus ventanas son viejas y están rayadas; son dos, cada una se encuentra a lado de la puerta doble de madera vieja, las astillas sobresalen por toda la superficie, la pintura –también de marrón oscuro- se carcome y las dos manecillas para abrirla están oxidadas.

Me llama la atención el aspecto del domicilio y el hecho de nunca haberlo visto antes. Decido ir a la casa y me percato de que las puertas están abiertas, quién sabe si es por lo viejas que están o si alguien las dejó así de manera intencional. Llamo pero no hay respuesta, doy por sentado de que es una casa abandonada y decido entrar.

No hay cocina, no tiene habitaciones, muebles, baño, sala de estar; estoy en un invernadero  pero no me sorprende estar ahí, tampoco el hecho de que éste sea inmenso en comparación a su exterior. Todo está cubierto de raíces y hojas de bugambilias; es la única flor que. Sus ramajes se extienden y tocan el techo que en algunas partes tiene ventanas para dejar entrar y salir el aire.

Hay una pequeña fuente en el medio; es de piedra, dentro tiene mosaicos cuadrados y azules, de ella brota el agua como la sangre de una herida abierta. A pesar de que no hay aves o algún otro animal, escucho el sonido de los pájaros y el croar de la rana, sus cantos se funden con el del agua cayendo de la fuente. Miro a mi alrededor, todo es un verde y morado que se oculta entre las sombras de esta planta. En el techo, los débiles rayos de sol entran pero se pierden entre las bugambilias “Es la casa de esta flor” me digo y respiro hondo el fresco que produce esta única habitación; hasta que encuentro la otra.

Detrás de unas bugambilias, cubierta de raíces, se encuentra otra puerta, me doy cuenta de ello pues  la perilla plateada que tiene, reluce ante la tenue luz que logra alcanzarla. Hago a un lado las plantas y contemplo esta puerta. Es de la medida de cualquier puerta normal y la madera negra con la que está hecha es de un color tan profundo que podría decirse que brilla entre las densas tinieblas. Intento abrirla pero no puedo, aparto cuanta raíz me sea posible pero algunas se encuentran lo suficientemente adheridas como para cansarme de usar las dos manos. Me siento y veo desesperado. Utilizo el peso de mi cuerpo para tratar de derribarla. Necesito y quiero abrirla. Uso mis puños y comienzo a golpearla. La araño, le grito, la maldigo y me maldigo por ser incapaz de abrirla.

Me rindo al ver que la puerta volvió a llenarse de raíces y justo cuando comienzo a preguntarme qué hay en aquella habitación que bien oculta se encontraba, aparece, al final del invernadero, una escalera de mano.

Es de metal, pero el óxido hace que sobre la pintura blanca resalten esos manchones rojizos y cafés. La escalera da hacia una pequeña compuerta por donde sale una gran luz. En ese momento el invernadero comienza a obscurecerse, puedo distinguir algunas bugambilias en la oscuridad pero sólo la escalera es iluminada. Sé que la fuente sigue ahí porque puedo oírla. Ya no se escuchan los animales, sólo el soplido de un viento que no puedo sentir. Mis pensamientos hacia aquella puerta negra desaparecen, ignoro lo que hacía antes y me dirijo hacia la escalera. No puedo ver qué hay arriba, mientras más me acerco la luz que sale cambia sus colores delicadamente: de un blanco y amarillo a un rojizo anaranjado, uno podría pensar que es una flama, seduciendo a cualquiera que la ve. Llego a la escalera y tomo su barrote, no dejo de ver hacia arriba, estoy absorto por las luces que me invitan a subir y, sin pensarlo, lo hago. Subo esta escalera y mi sueño se queda ahí, en un invernadero envuelto en sombras, con una puerta abrazada por raíces y un yo desapareciendo en la escalera de mano, envuelta en resplandores y luces. Despierto.

Hasta la fecha este sueño me sigue cautivando porque, desde la primera hasta las últimas veces que lo estoy teniendo, no ha cambiado en nada. Sigue el mismo patrón, inclusive el papel que interpreto en el sueño es el mismo; las mismas expresiones, los mismos pensamientos, podría inclusive dar un aproximado -si no es que el exacto- de las veces en que golpeo o araño la puerta.

Sé que, como mencioné al principio, no escribía este relato para encontrar significados. Sin embargo, muchos años han pasado y aún me quedan estas dudas latentes respecto a este sueño: ¿Por qué esa calle? ¿Por qué los animales y las flores? Más que nada las bugambilias: ¿Por qué esas plantas?

Tantas veces he tenido este sueño y no fue esta la vez cuarenta cuando decido escribirlo aquí. Como mi último hijo. Antes de que la muerte me visite y me arranque la vida junto con la tristeza mía de no saber qué había después de la escalera y sobre todo, lo que había detrás de aquella puerta negra en aquel invernadero.

 

 P.L.C.M.C.Q.M.F.D.A.A.R.E.C.