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EL VIEJO Y EL NIETO...

 EL VIEJO, EL NIETO Y EL MAR…

 

De atún, mero y  pargo rojo  era la búsqueda en el Mar de las Antillas.

Los viejos cazadores ya no estaban, pero si quedaban los añejos anzuelos, las redes langosteras, la red moruna y las almadrabas con su arte complicado.

El viejo pescador, amigo de  Hemingway,  yacía  muerto, pero la mirada de los marineros,  tenía la misma vocación de lejanía,  de eterno cielo, y de paciencia santa, navegando el anchuroso mar.

La gente añosa ya no pescaba, pero los que lo hacían,  traían  en las almas  la igual grandeza de lo remoto, que contenía el alma de los padres de sus padres, de épocas  que ya no están.

Y con simultánea pasión seguían conviviendo, alegría y tristeza; cansancio y anhelo,  en la mente de los  hombres que enfrentaban, como las gaviotas, a la furia del cielo.

El mar es amigo de los amigos que saben entenderlo.

Los pescadores respetan su amistad y lo comprenden cuando  se enoja.

Conocían al agua en sus bondades, y sabían de los tiempos en que se trocaba en furia su placidez. Y la razón advertía de su dureza, al enfrentarla en el naufragio, con soledad, hambre y sed.

Eran sabedores de épocas de lluvias intensas, de huracanes y de peligrosas marejadas.

Pero no era ni septiembre ni octubre con sus hoscos vendavales y sus temidas tormentas, cuando los hechos ocurrieron.

 

 

 

 

 

 

 

 

Era un día que nada presagiaba.

Un día de bueno y hermoso Sol en el mar rielando.

Pero en pocos minutos la bucólica calma se hizo nubarrones negros, relámpagos y truenos desde la furia del cielo, y el viento caprichoso giraba en total caos por el horizonte  entero.

Por momentos  desde sotavento, y como en una fantástica magia marina trocaba su rumbo el soplido y venía desde  barlovento.

El ambiente se hacía caprichoso  entre los remolinos del ventarrón.

La violencia del aire en movimiento  por momentos  golpeaba a babor, y surgía de pronto a estribor.

Tal era de impredecible la veleidosa marcha enloquecida, que vociferaba sobre la superficie del agua, contagiada de prepotencia por la ira de los dioses del mar.

La barca que navegaba con abuelo y nieto a bordo tuvo que sucumbir  y se fue al fondo para no regresar.

Sin alimento, sin pez y sin agua llegaron en tablas flotantes a la pequeña isla de piedra, redondeada por  las olas con su milenario castigar.

Pasado ese día y la noche y otro día con su noche, y aun otro, la tragedia tuvo que llegar.

El hambre traía pesadillas y la sed atormentaba; la razón se nublaba.

El viejo y el joven se miraban.

Surgía la bestia poderosa desde antiguos instintos primordiales.

El abuelo y el nieto se estaban mirando…

 

 

 

 

 

Ambos, sin comentarlo, pensaron en la vieja ley del mar. Los hijos de una estirpe marinera la conocen, pero lo callan.

Ninguno de los dos sabia del cuadro “La Medusa” de Géricault, pero ese era el tema.

El antiguo terror de los navegantes no ha sido naufragar y morir ahogados en una tempestad, sino sobrevivir al hecho con  uno o varios camaradas, sin nada para beber o para comer.

Por ese gran horror, surgió como acuerdo tácito, entre ancestrales marinos, la norma no escrita de la ley del mar. A su acuerdo, cuando se agotase el tiempo, podía echarse a suerte quien de ellos serviría de alimento a los demás.

Se trata de uno de los grandes tabúes, y por eso hoy se la rechaza; sin embargo era ley no escrita para todos los hombres de mar.

En las miradas de abuelo y nieto se leía la decisión del ofrecimiento heroico y leal.  

Se “durmió” antes, el viejo, por ley natural, y más por gesto de noble coraje, rasgó de un golpe su muñeca en una punta de piedra, derramándose del tajo en sus venas, la sangre en la roca del cayo.

Y por imperativo feroz  se comió al abuelo, el joven, y harto de carne, lloro dos veces.

Una vez por su conciencia destrozada.

Y otra por la angustia de su muerte cercana, sin remedio, ante la indiferencia del mar.

Pero dispuso otra cosa el tornadizo acaso y lo tuvieron que rescatar.

Cincuenta años después, habría de recordar ante sus nietos, el día en que comió carne humana cruda; en hermosa tarde muy luminosa, bajo el Sol tropical.

 

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