Heliconidas

A una niña muerta

Hoy escuché sobre el funesto deceso de una niña.
Y a pesar de no haberla vista nunca,
sentí un desagradable espasmo en el alma.
Un temblor siniestro que lamió mis pies y mis manos…
De algún modo, sentí que la conocía entrañablemente.

Si la muerte se recuesta sobre el lecho de un anciano,
el dolor es sereno y reflexivo.
Más relacionado con la paz, el alivio, la dignidad,
el incuestionable círculo de la vida.
Pero cuando entra en el umbral de una casa
 y hunde su aguijón en la carne de una niña
(quien hoy tendrá su primera noche en la muerte)
es un ataque a mansalva, una burla inesperada,
un demoledor acortamiento del horizonte y de la esperanza.

Mañana acudiré a un salón habilitado en donde encontraré
el séquito de una pequeña y demacrada muchedumbre.
Oiré llantos, murmullos, el testamento milenario
del dolor inconsolable y palabras gastadas que ya escuché
y volverán a redundar, infatigables, en medio del sinsentido.

Y allí estará… ella… prodigiosa e inverosímil,
durmiendo en su tálamo blanco.
Y con y su mortal hospitalidad me regalará un recuerdo
que se perderá como una lágrima en la lluvia.