Alberto Escobar

Nueva vida

 

 

El avión tardó en despegar.

La lata de Coca-Cola que bullía
entre mis dedos se hacía caldo.
El personal de vuelo tableteaba
las instrucciones de rigor que
sabía inútiles en esa ocasión.

El motor runruneaba a los sones
del Réquiem de Verdi, abroché
el cinturón, para facilitarle a las
autoridades la repatriación del
cadáver y recé lo que aprendí en
el colegio para que todos mis
presentimientos quedaran en
agua de borrajas.

Cuando los azafatos anunciaron 
el inminente aterrizaje agradecí
a las Parcas la oportunidad de 
seguir dando la tabarra en este
mundo, que me tocó en suerte.

Me esperaba al otro lado del túnel
mi amiga Lucía, que casi no conocí
por la lejanía del último encuentro
- éramos jóvenes universitarios, 
nos sobraba entusiasmo- y locos
de contento dejamos mi equipaje 
en su casa para irnos ipso facto a
tomar unas birras.

Lucía, que me resultaba una copia
de Dorian Gray, seguía tan lozana 
como entonces. Envidiaba su risa
y buen talante para conmigo, me
agasajó con una velada especial.

Me dio a conocer la crema de su
ciudad, que se me antojó blanca,
con una asepsia excepcional,
todo inmaculado, con frondosos
parques, con un río que corría
salvaje, sin muros de contención.

Yo diría que me encontraba en una
especie de Edén, donde Lucía era
una nueva Eva, pero yo no me sentía
Adán a su lado, mis años se hicieron
reos de mis pliegues y comisuras.
Me estaba enamorando del lugar, y de
Lucía; no concibo mejor lenitivo para 
la eternidad que me esperaba.

Pensándolo bien , Lucía seguía siendo
la que nos abandonó, aquel aciago día
en la sierra, con los amigos de facultad.