Alberto Escobar

Thomas Chatterton

Me dejaba atónita su compulsión tan desaforada por la lectura
cuando apenas frisaba los ocho años, decía él que no lo hacía a
consecuencia de una demoníaca posesión por el genio de los libros
sino que era por sacarnos de la miseria, situación consustancial,
diría yo, a cualquier familia humilde de aquella época, hablo de los
años que mediaban el dieciocho, siglo de las luces según dice la
historia, que , a decir verdad, alumbraban solo a unos pocos afortunados.
Thomas era un niño con un prurito por el conocimiento que sobrepujaba
cualquier estimación medianamente razonable, leía libros de historia con
la misma fruición que los de botánica, teatro, música, astronomía...
Recuerdo la anécdota de los pergaminos del siglo XV que llegaron a sus
manos procedentes de una iglesia cercana, que los vendió para comprar
material de costura. Ni corto ni perezoso se los leyó con toda la delicia que
imaginar se pueda.
Tal era su ansia libresca que con once años compuso su primer opúsculo 
con un heterónimo, un tal Rowley, que tuvo bastante éxito.
A este título sucedieron una secuencia encadenada de obras de todo pelaje­:
sátiras , obras de teatro, Biografías, y un largo etcétera.
Este ritmo de trabajo fue insostenible, hasta el punto de arrebatarle el seso
y conducirle a un repentino suicidio que precisó de alguna tentativa previa
antes de su aciaga consumación, cuando casi no tenía dieciocho años y 
dejándose inundar, como testigo de excepción , de arsénico sin compasión.

De esta forma pasó a engrosar la lista de poetas malditos con el número
uno, a juicio de los escritores románticos, que bien saben de esto.

Chatterton, genial escritor, cultivó todos los géneros con la premura y el 
ingenio del que se sabe aspirado por el vórtice del sentido trágico de la vida.

Ejemplo vivo de como se puede comprimir el infinito en un suspiro...