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Cajera del supermercado.

En su cara el agobio de horas de labor,
su sonrisa gastada basada en mentiras,
amabilidad que mayormente se le olvida,
mujer hermosa, mujer divina, sufre en la desdicha,
en sus adentros un laberinto de sentimientos,
ansiedades al ver miles de rostros en doce horas,
turnos completos, turnos extras, diciendo ¡hola!.

Sumisa cajera, va odiando la vida,
vida de obrera por un salario para subsistir en la miseria,
su única ventaja ser mujer, y aún tener belleza,
pero el hombre bestial siempre la corteja,
eso a ella por la eternidad le molesta,
con sus manos aleja las moscas de su rostro de mármol,
evitando que aquel hombre observe su invisible llanto.

Con sus dedos mecanizados cobra, recibe dinero,
esperando al anochecer, la luna le ayude a no deber,
su jefe sentado en una orilla vigila sus muchos ojos,
observando él en ella sus muslos vigorosos
cuando olvida el dinero del quebranto.

Suena el clic de la caja registradora, un cliente más o menos,
dos minutos avanzan en su ir y venir perpetuo,
infinita su voz pasiva habla dictando números, recibiendo “gracias”,
diciendo un fatídico “de nada” o en veces al revés “por nada”.

El reloj piadoso muestra en lo alto del complejo comercial
la hora de la salida, la hora de salir y ver el día o la noche
según la perspectiva de la dulcinea que quiere vivir la vida,
de otra forma, en esta sociedad maldita,
que la acribilla con las oportunidades que da la vida.