Alberto Escobar

¡Miguel, Ay Miguel!

 

 

Miguel, Miguel, tenías que ser tú Miguel el
que pusiera goznes a las puertas del destino.
El que sembrara espitas que fueran a clavarse
como estacas en lo más hondo de mi ser.
Tus nanas con tus cebollas, tus sacramentales
autos que emanan de las fuentes calderonianas,
Tus odas y elegías que pellizcan el alma hasta
el quejido de lo sempiterno, tus romanceros que
surgen de mitosis fraguadas al aguardo de tardes
de cabras que pastan églogas y ditirambos.

 

Tu huida a Madrid para ser alguien en quien erigir
futuros que no lo fueron tanto, tu deseo de hacer  
méritos a tu Josefina del alma, y a tu Miguelito 
que tras desesperados escarceos se rindió en la
orilla de la vida.Tus fidelidades hasta la muerte 
de tugurio en las inmundas cárceles del infortunio,
tus llantos que amamantaron de sales hasta las
generaciones ajenas al eco de tus gritos.

los Sijés,que te rindieron homenajes póstumos
fueron los corchetes de la intransigencia más atroz.

 

Mi causa era erradicar el gorgojo
que se extendía cual mancha de aceite.
El fascismo tiznaba de vil rojo
los avances que con todo el deleite
de la humanidad logró la ciencia
y el derecho sobre la conciencia
de ser hombre y su significado.
Yo fui, sí, Yo fui el niño que jugaba
en las cumbres a soñar que escribía
como los escritores que leía entre
cardos y rastrojos, entre peñas y enojos.

 

Morí por una causa perdida, pero no pude dar mi brazo a torcer
ante la barbarie que se me antojaba.
Queda mis ingenuidades y mi carboncillo que mi amigo Buero Vallejo
me bocetó en la cárcel mientras hacíamos confidencias.

 

Josefina de mi vida... te mando este retrato; ya que no me tienes
en carne me tendrás en poesía.

 

¡para que Miguelito sepa quien fue su padre!