Milo T

El pastor Milo y la princesa Paloma (cuento).

 “A su alteza le escribo haciéndole saber lo feliz que estoy porque su corazón sigue amando a este humilde pastor de ovejas. Lo dichoso que soy al poder contemplar semejante belleza y su amor sincero y desinteresado por este hombre que no hace otra cosa que amarle con todas sus fuerzas. A mi siempre amada princesa, le escribe Milo, el pastor”.

En otro párrafo que ha resultado esquivo a la erosión del tiempo y al desinterés, puede entreverse el encendido corazón del joven campesino, verdadero móvil de su febril pluma: “Paloma, son casi veinte años de vida, es casi un lustro del amor más puro y absoluto. Denuncio, pues, mi frágil naturaleza por darme la oportunidad de estar sólo una vida a tu lado; denuncio mi humilde naturaleza por no darme el poder suficiente para entregarte el mundo y el universo, por no darme el poder necesario para entregarte a Dios y a la vida eterna; porque en realidad, desde mi naturaleza puedo entregarte sólo eso: mi naturaleza, mi esencia, mi yo, mi nombre, mi cuerpo, mi carta desde el mil cuatrocientos…”.  

Mas todo el idilio de ese orbe de ensueño se veía amenazado, porque en aquel mundo donde vivían estos extraños enamorados existía un dragón; el que representaba en toda su terrible furia el odio, la discriminación, la envidia, el engaño, la crítica despiadada y otros tantos diabólicos soldados del demonio.

Un día, Milo se hallaba lozanamente cuidando de su rebaño, pero llegó el malvado dragón ¡y ocurrió la catástrofe!: el monstruo comenzó a devorar las ovejas una por una; luego quemó con sus llamas la aldea de Milo, quien nada podía hacer contra semejante bestia. ¡Corre Milo, huye, pastor de ilusiones!  

“Empecé a correr despavorido -habla Milo-, la bestia seguía mis pasos. Hambriento de mis ilusiones y esperanzas corría y corría y el pueblo me era indiferente. ¡Soy yo!, grité desconsoladamente, ¡soy su hermano, soy su amigo!”. 

Pero era todo inútil, jamás lo escucharía nadie, porque el dragón con su enorme poder había derretido las orejas de todo el pueblo; había cegado a los habitantes de aquel mundo: no podían ver, no podían escuchar…no podían sentir.

 Recordaba entonces Milo aquélla canción que había compuesto con su laúd cuando, como ahora, reparaba en su solitario existir:

“Luz lunar, de este anochecer/ En la aldea, hay sólo poder/ Sigo tus pasos, buscándote en el tiempo/ Sólo tus llamas/ derretirán el hielo.

Y aunque el sol, no brille aún/ yo puedo ver, que en tus ojos hay/ una canción, que me librará/ de todo el mal.

Hoy tu dulce jalea, que el viento amontonó/ desparramada en mi alma/ sabe siempre a dolor (y a pasión, ¡oh!)/ En las alturas, los libres siempre vuelan/ como las aves, huyendo de la aldea”.

¡Y cuán apesadumbrado se sentía! Él que la soñaba tanto como el trovador a su canción, que la adoraba tanto como el pintor al color, ahora, justo cuando creía que podía asirse de ese amor que cual soga de Ariadna lo ayudaría a transponer el laberinto de la vida, ahora el cielo se cubría de una púrpura fúnebre, alas de murciélago, tempestades envasadas en caras anodinas. ¡Ah, ayer nomás las aves surcaban en libertad la bóveda celeste! ¡Cuánta libertad había allí arriba, cuando al hombre le era ajena la maldad de aquel dragón!  Ahora esos cielos eran extraños al espectáculo de la pleamar de las palomas; ahora mismo observaba Milo a un pichoncito sin vida a quien le hubiera gustado estar en el nido con su compañera; ahora también se perfilaba sobre una cantera vacua un pobre niño, con su mirada perdida, su futuro incierto y el peso de la cruz, rompiéndole sus huesos.      

Del otro lado de este mundo, había un castillo de acero; un castillo de caramelo, donde vivía una hermosa princesa que desde su balcón podía observar a aquel iracundo dragón. La bella mujer no lo comprendía bien, pero sabía que era “una realidad”. Ella pasaba sus horas escribiendo poemas bajo el enorme esplendor de la luna, tan enamorada que podía decir las palabras más dulces y tiernas de todo el universo. Era la princesa Paloma, quien pensando en Milo, redacta: 

“Cuando te conocí todo era un desierto para mí, todo era soledad, era un campamento olvidado; pero cuando te empecé a querer me di cuenta que en ese desierto había una flor florecida llamada amor, que está creciendo día a día, uniéndonos, por ella misma y ayudándonos a estar bien, a estar felices, compartiendo en cada día los mejores momentos que tenemos cada uno en nuestras vidas. Es que, amor, ya sé que mordí de la manzana prohibida, que sin callarme grité verdades perdidas; ya sé que volé más alto que el firmamento; que sin dormirme soñé otro universo; pero, ¡está prohibido prohibir!”.

Poemas como este escribía ella, quien vivía acompañada de su inseparable oso. Éste, de pelaje amarillo, trompa, manos y panza blancas; brazos y piernas cortitos, orejas redondeadas y un hermoso par de ojos verdes, como los de su dueña, se llamaba Milo; la dulce doncella le había puesto el nombre de su amado, su compinche amor, su amigo, su compañía.

Mientras, volviendo al pastor, no hacía más que correr desesperadamente, tratando de huir de la propia “realidad”; el dragón estaba por acabar con Milo y sus fantasías; la luna se hallaba firme en el firmamento; el día había terminado; los sueños, eran los dueños de la noche.

Y  justo antes del fin, del castillo saltó el oso de la princesa, quien con su ternura lastimó al monstruo; pero no era suficiente, ya que éste batió sus alas dirigiéndose a la fortaleza. Allí estaban ellos, sí, la hermosa Paloma y su amado Milo. El dragón los mira con ira e incomprensión y trata de exterminarlos con sus terribles llamas. Entonces, el pastor dice:

“No podrás quemar nuestro amor, porque él está hecho de fuego”.

Y así, con un enorme abrazo, Paloma y Milo vuelven el fuego contra el propio dragón, quemándolo y reduciéndolo sólo a cenizas.

El amor lo puede todo, todo lo puede el amor, venciendo sin odio y rencor, a un temible dragón.-