Alberto Escobar

¡Eureka!

 

 

¡Eureka! dijo Frederick a la vista del engendro que parecía
constituir la fórmula alquímica de sus desvelos.
El profesor de matemáticas de la Universidad de Heidelberg
estalló en ese momento tras acumular durante sus estudios
tal cantidad de tensión, estaba urgido por los plazos, que la 
sucesión de los días con sus noches entregados a la búsqueda
le estaba pasando ya factura, cuyos números empezaban a 
vislumbrarse en la sombra de sus ojos, ya entregados a tantas 
horas de vigilia.

Al cabo comprendió que su descubrimiento contribuía en gran
medida a desentrañar uno de los velos de Maya que persistían
todavía en el longevo mundo de los Números.
A la mañana siguiente, siguiendo desde el alba la liturgia
de todos los días, se dirigió con el mismo caminar plúmbeo
hacia su despacho para preparar sus clases magistrales de
Álgebra.

Como si nada, sin que se le notara un ápice su delectación por lo 
acontecido la pasada noche, dispuso sobre su mesa, en el aula,
todo su material didáctico. 
Esta vez el tiempo se le hizo instante por la satisfacción que 
acumulaba en el seno de su consciencia; el polvo rojizo de su 
de arena se difuminó en el aire, que respiraban sus alumnos, para
hacerse nada. 

Con el paso de los minutos se iba sintiendo invadido por una extraña
realidad: era como si lo que había descubierto fuera ganando cuerpo 
y proyectándose hacia un futuro donde su nombre se codearía con los 
grandes dioses de la Matemática que él ya conocía.

Un ángel con alas de marfil se posó por sobre el último pupitre vacante  
de la clase, sin que pudiera ser visto por sus alumnos, para anunciarle la
buena nueva.

Como prueba de que sus veleidades científicas tomaban carta de
naturaleza le entregó un par de azucenas, que simbolizan la divinidad 
de lo logrado. No pudo por menos que redoblar su presencia de ánimo 
ante tanta magnificencia para que no fuera advertida por los circunstantes. 
Burla burlando finalizó la clase y volvió a su despacho a digerir lo acontecido.

Entró con un anhelo inusitado, desesperante, cerró la puerta con llave y soltó 
sobre su mesa la sarta de rosarios, plumas, libros y recado de escribir de la
que se hacía acompañar en sus clases desde que empezara en la Universidad, 
haya por los años en que compartía despacho con Gauss.
Volvió a su hogar ya tarde, en el crepúsculo vespertino, para cumplir con el
principio del Eterno Retorno de lo mismo...