Ni siquiera el tiempo puede
remontar las hieles del olvido,
donde la memoria es mirada silenciada,
y el silencio es una sombra impenetrable.
Mientras la ciudad duerme
en su propio enajenado e inmortal sueño,
ignorante a la traición de sus murallas,
la luna, desnuda de sus formas,
alabea sobre la lentitud dormida de las aguas,
que ceden susurrantes al melódico impulso de la brisa.
Mi nombre se ha perdido,
talado por el pie, desmembrado de sus sílabas,
en esta habitación insomne,
donde mora la sombra que yo era,
el espejo en que no debo mirarme.
Porque quien aguarda la muerte,
no aguarda sino su destino.
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