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La enfermedad (Cuento/Carta).

Para Claudia,

en tus tristezas o en las mías,

 al menos nos tenemos el uno al otro.

 

París, Francia, 4 de enero de 1960

Mi querida:

Te escribo esta carta, Celeste, con el deseo benigno de que todo esté bien allá en casa. Donde me encuentro, los días son más tenues, los tejados de las casas están llenos de palomas o pichones y las calles se llenan de gente preocupada por los quehaceres del hogar o en el trabajo; son como pensábamos que sería vivir en una gran ciudad.

Han pasado alrededor de cinco meses desde la última vez que nos vimos por allá en casa. He de confesar que una vergüenza me entró al irme al día siguiente, sin explicaciones o excusas ni motivos para ti ni para nadie. Pero, con el tiempo, dejé de pensar en ello y la vergüenza se volvió absurda. Ahora mismo no busco la indulgencia de mi madre por dejarla en cama enferma o darle una explicación a Esteban (mi jefe, ya te he contado sobre él) sobre mi tan peculiar forma de renunciar en el trabajo. O a ti, no busco decirte que te extraño, que tu ausencia me hace daño, no. Sólo quiero explicarte el motivo de mi partida, la razón de mi actitud en el tiempo que pasé contigo, quiero hablarte de mi enfermedad.

La enfermedad inició en el momento en que comenzó a hacerse monótona la vida. Ya venía del trabajo y pensaba en lo que habría de hacer al día siguiente; me di cuenta de que todo sería igual que el día anterior. Despertar, hacer el desayuno, tomar el autobús, ver a las mismas personas con los mismos gestos y hacer las mismas cosas tal vez con el mismo ánimo, todo esto para al final regresar caminando a casa, cenar y dormir. Y así sucesivamente. Pasé por Student´s Coffe y comencé a reflexionar en mis semanas. Ya no recordaba el por qué entré a ese trabajo. Cuándo inicié en él o si alguna vez ocurrió algún suceso distinto a los demás días de ahí. Quizá conocerte, no lo sé. En ese momento la noche se hizo más profunda, sentí frío pero no me incomodó, miraba alrededor mío y las personas que ahí se encontraban, me eran más distintas de mí. Opté por no ir a trabajar a la mañana siguiente, pues no habrían repercusiones ya que en aquella noche, después de tanto pensar me di cuenta de todos somos reemplazables.

Pasé el día en casa, no hice ejercicio como acostumbro hacer por las mañanas porque me pareció una pérdida de tiempo, llevaba ya bastante haciéndolo y en ningún momento me sentí enérgico o sano. De vez en cuando subía al balcón a tomar un poco de aire y tanto mi mente como mi mirada se perdían en un cielo claro y azul. No hice nada más que pensar, hacer retrospectivas mías y conjeturas de mí mismo. Recordé que no tengo momentos que recordar, que el trabajo del día a día es una continuidad sin sentido y en esos pensamientos me invadió una tristeza seguida de una ira y justo después, un gran vacío. Luego me sentí cansado y fui a dormir sólo para corroborar que nunca me llamaron del trabajo.

No creí que fuese un problema lo que me pasaba hasta que visité a mi madre tiempo después. Me sentí tan indiferente ante mamá y sus problemas que nunca me di cuenta cuando ella empezó a enfermar. A veces me contaba sobre su miedo a morir y a mí me parecía absurdo e inmaduro que me hacía sentir sofocado el estar con ella. Fue en ese momento cuando supe que estaba enfermo.

Sentí miedo al principio y traté de cambiar el estilo de vida que tenía. Paseaba por los parques y la playa. De vez en cuando iba a bares con viejos amigos a beber, a veces a sentir el calor de una mujer de linda sonrisa y vestido fácil de quitar. Comencé a escribir poesía (¿Recuerdas los poemas qué te hacía? ¿Los que me decías que parecían un tanto tristes y a la vez desesperados?). Te conocí en el trabajo. Inclusive comencé a ir a la iglesia a buscar (si es que lo encontraba) y hablar (si es que me escuchaba) con Dios (si es que existe alguno). Sin embargo, a pesar de mis esfuerzos y de las veces que te decía que podía afrontar mis dilemas, seguía sintiéndome triste, infeliz, sin ganas de nada ni de nadie. Lentamente el vacío e indiferencia se fue agraviando, hasta convertirse en un desdén de las cosas que rodeaban mi vida. Siempre he pensado que esto es como una enfermedad, Celeste, que me quitó esa esencia de las cosas, esa pasión de hacer, de sentirme vivo.

Los últimos días con ustedes, como bien te habrás dado cuenta, la pasé encerrado en mi habitación, vivía en el mundo pero yo me sentía tan distante de él, los días eran tan iguales entre sí que parecía que no había un anochecer ni un mañana. Sólo sentía cómo todo dejaba de tener un sentido y me perdía más en una indiferencia, naciendo de un vacío cada vez más grande.

Inicia en el trabajo, me sigue en casa, pasa por mi familia, amigos y continua en las acciones más simples ¿cuánto tiempo faltaría para que el vacío llegase hasta mis sentimientos por ti? ¿Para que llegue hasta mi sentido del vivir? Durante varias noches me eras ajena como la mujer de otro, Celeste. Tantas veces quería no saber de ti, que te marcharas y me dejaras solo. Que comprendieras que no se necesita estar y perder el tiempo con una persona enferma como yo. Hubieron momentos en las que sólo te despreciaba hasta hacerte sentir mal pero tú seguías ahí, y lo más irónico es que no te pido perdón por ello, no siento que deba hacerlo. Varias veces ya lo he pedido, bajo las noches en que la tristeza se apoderaba de mí y sólo me preguntaba “¿Qué estoy haciendo conmigo mismo?” “¿A dónde he de ir?” con la vista perdida en el techo o en la ventana y tú solo me mirabas con los mismos ojos, callada, triste y asustada. Por eso decidí marcharme, quizá el lugar donde vivía me hacía sentir opresivo, tal vez las diez de la noche (la hora en que la enfermedad más me atacaba) debajo de aquella luz de luna me hacía sentir así. Quizá si me iba a vivir a la ciudad, con el ruido de los coches, la gente atareada, los aviones en el cielo y las televisiones encendidas, harían que esta enfermedad se disipe, que mi mente se ocupara y pronto volviera a casa. Pero no puedo, no funcionó.

Estoy en la mitad de la vida, cuando la edad hace que el cuerpo se encorve y la vista se canse. Busqué ayuda a demás personas acerca de mi dolencia pero aún nada funciona, el recetarme un cambio de rutina y un pensar distinto son sólo placebos que después de un tiempo dejan de servir y recaigo enfermo. No buscaba distintas formas de controlarlo, sólo una cura para sentirme aliviado. Ahora mismo la enfermedad ha llegado un punto en el que la vida me parece absurda, nula de sentido o sin motivo para seguirla teniendo. Quizá si decido tomar soluciones por mi propia cuenta, terminar con esta enfermedad de alguna u otra manera, aunque eso implique llegar a la paz de manera permanente, pues, después de todo, el hombre está condenado a un final.

Te escribo esta carta, Celeste, con el deseo benigno de que todo esté bien allá en casa. Que seas feliz con un hombre sano, fuerte y alegre. Que tus días estén llenos de aquella inspiración que yo no supe respirar y que tú bien emanabas por todo tu cuerpo. Y a mamá, dile que ya no hace falta ir a buscarme o que se preocupe por mí si alguna vez lo hizo, pronto nos veremos en aquel lugar incierto que ella me contaba cuando niño. Ahí la estaré esperando, o quizá no, no lo sé, ya no me importa.

Mantente bella como siempre.

Albert T.