Arsenio Uscanga

La playa.

Capítulo I


Ahora mismo estoy lejos de La Playa, a distancia de por medio, a días de zozobra que de manera callada se conviertieron en meses, después de aquel incidente que la convertiría de un recinto edénico a recuerdo perenne e inmortal de mi constante tormento. Hace tanto que no postro mis pies en su arena, ni miro sus olas cabalgar sobre el proceloso mar hasta estrellar en su silueta cuneiforme, o tan siquiera mirar los astibos y remanentes de sus alborados amaneceres.
¿Cuántas veces no habría estado en esta condición? Plantado como las raíces del roble más viejo de la ciudad a este tugurio de mala muerte, ebrio entre el escocés adulterado, el deslicuecente humo de cigarrillo, las voces que con sorna hablaban de aquellos temas que apenas logran entender, el blues en la distancia, los pleitos que por cualquier miniedad surgían y de manera precoz caducaban, sumergido en este estado que culmina siempre con el mismo resultado: extrañarla tanto hasta sentirme miserable. 
No piensen ustedes que esta conducta es premeditada, en realidad obedece a una progresión de hábitos que irán minando esa falsa algarabia que te otorga la bebida, la música, los juegos de azar  y la maldita falsedad de un alma que constantemente juega a engañar su naturaleza. Llegar a aquel tugurio ubicado en la Calle Gorjeos del cuál he sido cliente asiduo debido a la irónica analogía entre sus costos( que permiten embriagarme cada día de la semana sin caer en bancarrota) y su lastimoso aspecto. Saludar a un impecable Leonel Uribai, dueño del mismo. -Buenos días señor Troncoso, le tengo lista su mesa -En ese tono de condescendencia que en otros tiempos me habría resultado grato. 
-Muchas gracias Leonel, ¿qué tal el día? -Preguntaba de manera casi obligada, por el sentir de al menos intentar fraternizar con aquel sujeto de mirada diáfana. 
Cuando la ocasión lograba ofrecernos un tema con capacidad de seducirnos, nos sumergíamos en él con el oficio de un buzo, los debatíamos, alzábamos la voz, deliberábamos, concordabamos a ratos, para finalmente celebrar con un escocés en las rocas e ir a casa pensando qué tal vez, solo tal vez, Leonel no era un sujeto tan soso, esas veces eran las menos. Las más, eran apenas un saludo comprometido, forzado, quitarse el sombrero para saludar mientras aquel sujeto se dedicaba a atender las consecuencias que bien habrían de sufrír un par de  rijosos.
Sentarme en aquella deplorable mesa que poseía la inestimable valía de ser la más cercana a la gramola, para desde ahí observar aquel extraño ritual que estaba próximo, los caballeros que se dedicaban a las partidas de póker, alzando la mirada cuando una moza de buen parecer pasaba con natural galantería a su lado, por otra parte las mujeres encandiladas en sus vestidos que dejaban a desear toda su feminidad se revolvían en su secta secreta y se embriagaban entre risas y pláticas, era interesante advertir como a cada trago se daban permiso de ser putas, ¡cómo si no lo merecieran! y bailar sobre la mesa, para entonces paulatinamente coger valor y entonces las más valientes de ellas a paso acuciado se presentaban en la mesa de los caballeros o ante algún varón solitario de su agrado y le invitaban un trago, a bailar, a conocerse, a su cama, a la noche o su vida. La mayoría de veces emergían triunfantes y se retiraban de puerto con las naves pletóricas. Pero ay de aquellas que sentían en su calamocano cuerpo el ardor del desprecio, las vi llorar a mares la urticaria de ser desdeñadas por un extraño, hinchándoseles el alma de cuestionamientos innecesarios, pobres criaturas. 
Cuando el tango sonaba a entradas horas de la noche, era pecado capital perderse el espectáculo que estaba por venir, en la pista las mujeres se desparramaban en actitudes provocativas, los varones adoptaban la postura que toman la bestias de caza, abordándolas con estrategias que a mi parecer resultaban entretenidas de ver, muchas ocasiones el bailarín más hábil era quien tomaba la cintura de varias, para finalmente retirarse a casa con aquella cuya sinergia tendría continuidad en otros lares, ante la envidia de todos y el desánimo de algunas. Otros de manera más calma se dedicaban a charlar, conocer, crear un vínculo con aquella desconocida, en un estado que parecía más una partida de ajedrez, en la que el ganador podía llevarse todo o partir resignadamente al olvido. Para aquellos pardillos en crear idilios de una noche, siempre surgía la posibilidad de embriagar a su pretendida en una estrategia que requería una paciencia suprema, para con suerte ser aceptados en la intimidad de un \"nosotros\" espontáneo corrompido por el aguardiente, y el tequila, y las diez cervezas de por medio, y entonces se declaraban unos machos y se disponían a consagrar el acto supremo al que aspiraban en esas noches de juergas. Y allá en el fondo, iban quedando los despreciados, los cobardes, los indiferentes y de repente alzarían la mirada y en una tímida sonrisa se harían un cómplice convite. 
Observar todo aquello, anclar en aquella mesa, escuchar el blues, el jazz, el tango, embriagarme hasta que los bolsillos lo permitieren, emprender el camino a casa y mirar los árboles de la calle cuál una obra de Monet, o a veces de Picasso, o cuando la pinche vecina gorda asomaba su adiposo cuero por la ventana, juro que el mundo se me transformaba en una obra de Botero, todo ello parte de un círculo vicioso del cual me era imposible salir y sin embargo así transcurría la existencia, sin sobresaltos, en una invariabilidad aceptable para mi estabilidad. Sin embargo, algunas noches lograba zafarle la muñeca a esta monstruo amorfo llamado monotonía, sometiéndole y golpeándole hasta dejarle inconsciente y ahí mismo surgía mi consciencia. Y me otorgaba la libertad de danzar de manera pasmosa, o cantar aquellas melodías emotivas en la voz de Javier Solís, o finalmente escaparme con esa morocha de nombre André, dueña de unos senos exquisitos coronados con unos pezones aceitunados para besarle cada parte de su cuerpo color azabache, y finalmente después de coger, fumarnos un sorullo tras otro y platicar de cualquier tema que nos viniera en gana, solo por el egoísta placer de al menos por una noche sentirnos escuchados. Y esas noches eran las buenas para el alma, porque al mirarme al espejo me sentía más hombre y menos miseria, menos caja de Pandora, menos defectos. Pero bastaba apenas un error para caer en aquella debacle a la que tanto rehuía, bastaba que aquel órgano sinhueso que habitaba mi macilenta boca se enredara al pronunciar una palabra que coincidiera con la inicial de su bien amado nombre, y entonces alguien lo notaría. Y a pesar de intentar remedar el yerro con una anécdota gris, una fémina voz habrá sin mucho esfuerzo de convencerme a terminar aquello que he comenzado.
Y así, mientras Janis Joplin resuena en las cuatro paredes de aquel sucio cuchitril, yo me dispongo a narrar los días que pase a su lado.
\"Cry baby, cry baby, cry baby, honey, welcome back home\"....