Diluz

POR UNA SOCIEDAD MEJOR. Leyendo a José Ingenieros y otras reflexiones.

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José Ingenieros.

“(Buenos Aires, 1877 - 1925) Filósofo argentino. Estudió medicina en la Universidad de Buenos Aires, y fue profesor de psicología experimental en esa universidad. Está considerado como uno de los máximos representantes del positivismo en latinoamérica.”

 

“Entre sus obras, de gran influencia todas ellas en el pensamiento latinoamericano, destacan además de las mencionadas las siguientes: Simulación de la locura en la lucha por la vida (1903), Sociología argentina (1908), Principios de psicología genética (1911) y El hombre mediocre (1913). Su obra La evolución de las ideas argentinas (2 vols., 1918 - 1920) marca rumbos en el entendimiento del desarrollo histórico como nación”.

Texto extraído de Internet.

“Ingenieros no fue lo que actualmente se denomina \"sociólogo\"; más bien podríamos calificarlo como un ensayista crítico, sin ser esta apreciación \"descalificante\" en nigún sentido: muchos ensayistas críticos han aportado más al cambio social que la mayoría de los que luego se denominarían \"sociólogos\". Sus ensayos acerca de la sociedad de su época ayudaron a abrir el diálogo sobre un sinnúmero de aspectos morales y éticos de la Argentina de principios del siglo XX, discusión que se originó en diversas corrientes de opinión política de la época como el socialismo, el comunismo y el anarquismo y que derivó en la inclusión, transformada por cierto, de esos principios en vastos movimientos sociales como el radicalismo y el peronismo”.
Texto extraído de Internet.




LA ENVIDIA ­– Por JOSE INGENIEROS.



  1. LA PASION DE LOS MEDIOCRES


La envidia es una adoración de los hombres por las sombras, del
mérito por la mediocridad. Es el rubor de la mejilla sonoramente abofeteada
por la gloria ajena. Es el grillete que arrastran los fracasados.
Es el acíbar que paladean los impotentes. Es un venenoso humor que
mana de las heridas abiertas por el desengaño de la insignificancia
propia. Por sus horcas caudinas pasan, tarde o temprano, los que viven
esclavos de la vanidad: desfilan lividos de angustia, torvos, avergonzados
de su propia tristura, sin sospechar que su ladrido envuelve una
consagración inequívoca del mérito ajeno. La inextinguible hostilidad
de los necios fue siempre el pedestal de un monumento.
Es la más innoble de las torpes lacras que afean a los caracteres
vulgares. El que envidia se rebaja sin saberlo, se confiesa subalterno;
esta pasión es el estigma psicológico de una humillante inferioridad,
sentida, reconocida. No basta ser inferior para envidiar, pues todo
hombre lo es de alguien en algún sentido; es necesario sufrir del bien
ajeno, de la dicha ajena, de cualquiera culminación ajena. En ese sufrimiento
está el núcleo moral de la envidia: muerde el corazón como
un ácido, lo carcome como una polilla, lo corroe como la herrumbre al
metal.
Entre las malas pasiones ninguna la aventaja. Plutarco decía -y lo
repite La Rochefoucauld- que existen almas corrompidas hasta jactarse
de vicios infames; pero ninguna ha tenido el coraje de confesarse
envidiosa. Reconocer la propia envidia implicaría, a la vez, declararse
inferior al envidiado; trátase de pasión tan abominable, y tan universalmente
detestada, que avergüenza al más impúdico y se hace lo indecible
por ocultarla.
Sorprende que los psicólogos la olviden en sus estudios sobre las
pasiones, limitándose a mencionarla como un caso particular de los
celos. Fue siempre tanta su difusión y su virulencia, que ya la mitólogía
grecolatina le atribuye origen sobrehumano, haciéndola nacer de
las tinieblas nocturnas. El mito le asigna cara de vieja horriblemente
flaca y exangüe, cubierta de cabeza de víboras en vez de cabellos. Su
mirada es hosca y los ojos hundidos; los dientes negros y la lengua
untada con tósigos fatales; con una mano ase ,tres serpientes, y con la
otra una hidra o una tea; incuba en su seno un monstruoso reptil que la
devora continuamente y le instila su veneno; está agitada; no ríe; el
sueño nunca cierra los párpados sobre sus ojos irritados. Todo suceso
feliz le aflige o atiza su congoja; destinada a sufrir, es el verdugo implacable
de sí misma.
Es pasión traidora y propicia alas hipocresías. Es al odio como la
ganzúa a la espada; la emplean los que no pueden competir con los
envidiados. En los ímpetus del odio puede palpitar el gesto de la garra
que en un desesperado estremecimiento destroza y aniquila; en la subrepticia
reptación de la envidia sólo se percibe el arrastramiento tímido
del que busca morder el talón.
Teofrasto creyó que la envidia se confunde con el odio o nace de
él, opinión ya enunciada por Aristóteles, su maestro. Plutarco abordó la
cuestión, preocupándose de establecer diferencias entre las dos pasiones
(Obras morales, II). Dice que a primera vista se confunden; parecen
brotar de la maldad, y cuando se asocian tórnanse más fuertes,
como las enfermedades que se complican. Ambas sufren del bien y
gustan del mal ajeno; pero esta semejanza no basta para confundirlas,
si atendemos a sus diferencias. Sólo se odia lo que se cree malo o nocivo;
en cambio, toda prosperidad excita la envidia, como cualquier
resplandor irrita los ojos enfermos. Se puede odiar a las cosas y a los
animales; sólo se puede envidiar a los hombres. El odio puede ser
justo, motivado; la envidia es siempre injusta, pues la prosperidad no
daña a nadie. Estas dos pasiones, como plantas de una misma especie,
se nutren y fortifican por causas equivalentes: se odia más a los más
perversos y se envidia más a los más meritorios. Por eso Temístocles
decía, en su juventud, que aún no había realizado ningún acto brillante,
porque todavía nadie le envidiaba. Así como las cantáridas prosperan
sobre los trigales más rubios y los rosales más florecientes, la envidia
alcanza a los hombres más famosos por su carácter y por su virtud. El
odio no es desarmado por la buena o la mala fortuna; la envidia sí. Un
sol que ilumina perpendicularmente desde el más alto punto del cielo
reduce a nada o muy poco la sombra de los objetos que están debajo:
así, observa Plutarco, el brillo de la gloria achica la sombra de la envidia
y la hace desaparecer.
El odio que injuria y ofende es temible; la envidia que calla y
conspira es repugnante. Algún libro admirable dice que ella es como
las caries de los huesos; ese libro es la Biblia, casi de seguro, o debiera
serlo. Las palabras más crueles que un insensato arroja a la cara no
ofenden la centésima para de las que el envidioso va sembrando constantemente
a la espalda; éste ignora las reacciones del odio y expresa
su inquina tartajeando, incapaz de encresparse en ímpetus viriles: diríase
que su boca está amargada por una hiel que no consigue arrojar ni
tragar. Así como el aceite apaga la cal y aviva él fuego, el bien recibido
contiene el odio en los nobles espíritus y exaspera la envidia en los
indignos. El envidioso es ingrato, como luminoso el sol, la nube opaca
y la nieve fría: lo es naturalmente.
El odio es rectilíneo y no teme la verdad: la envidia es torcida y
trabaja la mentira. Envidiando se sufre más que odiando: como esos
tormentos enfermizos que tórnanse terroríficos de noche, amplificados
por el horror de las tinieblas.
El odio puede hervir en los grandes corazones; puede ser justo y
santo; lo es muchas veces, cuando quiere borrar la tiranía, la infamia, la
indignidad. La envidia es de corazones pequeños. La conciencia del
propio mérito suprime toda menguada villanía; el hombre que se siente
superior no puede envidiar, ni envidia nunca el loco feliz que vive con
delirio de las grandezas. Su odio está de pie y ataca de frente. César
aniquiló a Pompeyo, sin rastrerías; Doriatello venció con su \"Cristo\" al
de Brunelleschi, sin abajamientos; Nietzsche fulminó a Wagner, sin
envidiarlo. Así como la genialidad presiente la gloria y da a sus predestinados
cierto ademán apocalíptico, la certidumbre de un oscuro
porvenir vuelve miopes y reptiles a los mediocres. Por eso los hombres
sin méritos siguen siendo envidiosos a pesar de los éxitos obtenidos
por su sombra mundana, como si un remordimiento interior les gritara
que los usurpan sin merecerlos. Esa conciencia de su mediocridad es
un tormento; comprenden que sólo pueden permanecer en la cumbre
impidiendo que otros lleguen hasta ellos y los descubran. La envidia es
una defensa de las sombras contra los hombres.
Con los distingos enunciados, los clásicos aceptan el pa-rentesco
entre la envidia y el odio, sin confundir ambas pasiones. Conviene
sutilizar el problema distinguiendo otras que se le parecen: la emulación
y los celos.
La envidia, sin duda, arraiga como ellas en una tendencia efectiva,
pero posee caracteres propios que permiten diferenciarla. Se envidia
lo que otros ya tienen y se desearía tener, sintiendo que el propio es
un deseo sin esperanza; se cela lo que ya se posee y se teme perder; se
emula en pos de algo que otros también anhelan, teniendo la posibilidad
de alcanzarlo.
Un ejemplo tomado en las fuentes más notorias ilustrará la cuestión.
Envidiamos la mujer que el prójimo posee y nosotros deseamos,
cuando sentimos la imposibilidad de disputársela. Celamos la mujer
que nos pertenece, cuando juzgamos incierta su posesión y tememos
que otro pueda compartirla o quitárnosla. Competimos sus favores en
noble emulación, cuando vemos la posibilidad de conseguirlos en
igualdad de condiciones con otro que a ellos aspira. La envidia nace,
pues, del sentimiento de inferioridad respecto de su objeto; los celos
derivan del sentimiento de posesión comprometido; la emulación surge
del sentimiento de potencia que acompaña a toda noble afirmación de
la personalida Por deformación de la tendencia egoísta algunos hombres están
naturalmente inclinados a envidiar a los que poseen tal superioridad
por ellos anhelada en vano; la envidia es mayor cuando más imposible
se considera la adquisición del bien codiciado. Es el reverso de la
emulación; ésta es una fuerza propulsora y fecunda, siendo aquélla una
rémora que traba y esteriliza los esfuerzos del envidioso. Bien lo comprendió
Bartrina, en su admirable quintilla:
La envidia y la emulación parientes
dicen que son; aunque
en todo diferentes al fin también
son parientes el diamante
y el carbón.
La emulación es siempre noble: el odio mismo puede serlo algunas
veces. La envidia es una cobardía propia de los débiles, un odio
impotente, una incapacidad manifiesta de competir o de odiar.
El talento, la belleza, la energía, quisieran verse reflejados en todas
las cosas e intensificados en proyecciones innúmeras; la estulticia,
la fealdad y la impotencia sufren tanto o más por el bien ajeno que por
la propia desdicha. Por eso toda superioridad es admirativa y toda
subyacencia es envidiosa. Admirar es sentirse creer en la emulación
con los más grandes.
Un ideal preserva de la envidia. El que escucha ecos de voces
proféticas al leer los escritos de los grandes pensadores; el que siente
grabarse en su corazón, con caracteres profundos como cicatrices, su
clamor visionario y divino; el que se extasía contemplando las supremas
creaciones plásticas; el que goza de íntimos escalofríos frente a las
obras maestras accesibles a sus sentidos, y se entrega a la vida que
palpita en ellas, y se conmueve hasta cuajársele de lágrimas los ojos, y
el corazón bullicioso se le arrebata en fiebre de emoción; ése tiene un
noble espíritu y puede incubar el deseo de crear tan grandes cosas
como las que sabe admirar. El que no se inmuta leyendo a Dante, mirando
a Leonardo, oyendo a Beethoven, puede jurar que la Naturaleza
no ha encendido en su cerebro la antorcha suprema, ni paseará jamás
sin velos ante sus ojos miopes que no saben admirarla en las obras de
los genios.
La emulación presume un afán de equivalencia, implica la posibilidad
de un nivelamiento; saluda a los fuertes que van camino de la
gloria, marchando ella también. Sólo el impotente, convicto y confeso,
emponzoña su espíritu hostilizando la marcha de los que no puede
seguir.


Toda la psicología de la envidia está sintetizada en una fábula,
digna de incluirse en los libros de lectura infantil. Un ventrudo sapo
graznaba en su pantano cuando vio res-plandecer en lo más alto de las
toscas a una luciérnaga. Pensó que ningún ser tenía derecho de lucir
cualidades que él mismo no poseería jamás. Mortificado por su propia
impotencia, saltó hasta ella y la cubrió con su vientre helado. La inocente
luciérnaga osó preguntarle: ¿Por qué me tapas? Y el sapo, congestionado
por la envidia, sólo acertó a interrogar a su vez: ¿Por qué
brillas?

De su libro EL HOMBRE MEDIOCRE.

 

A mis compatriotas como a mi misma, permitámonos un tiempo de profunda reflexión, en lo sociopolítico teniendo en cuenta las próximas  Elecciones legislativas de Argentina de 2017.

¡Argentinos,  honremos la celeste y blanca! Pongamos siempre nuestro amor por delante de odios y de envidias. Seamos justos al pedir justicia. Seamos probos, seamos dignos, leales y consecuentes con nuestras convicciones, que la verdad no sea “la nuestra”  “sino la de todos”,  reconociendo que esta sea palpable para el bien común y no dolorosamente insufrible para el mal de muchos en beneficio de unos pocos.

Mi corazón siempre dolorido por los pueblos del mundo caídos en la desgracia de las guerras invasoras de Países, de sus culturas, y religiones,  con la insana ambición  de pretenderse dueños  de las riquezas naturales de la Madre Tierra para someter al ser humano a la indigna esclavitud  que denigra el libre albedrío de decidir sobre lo que queremos creer, o como deseamos vivir, pues no existe mayor cultura que la del respeto mutuo y ajeno. Deseo que la Patria sea  honrada como la madre de cada uno, en la tierra que nos vio nacer, la que debe ser respetada y cuidada por todos y cada uno de sus hijos.

Algunas reflexiones de mi pluma para compartir con mi cariño de siempre  a los Poetas y Poetisas de alma.

 

 

Dicen del gato, a saber que goza de  siete vidas,

pues siempre cae parado igual que la hipocresía;

con ella bien se acomodan las cosas a su medida

Para que caiga el iluso y la maldad sobreviva.

*Diluz

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Aquel que dice y no hace lo que a otro le predica

de la boca para afuera sus carencias justifica.

*Diluz

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Nunca deja  buen legado quien solo enseña y no aprende

que con  la  soberbia ofende,  malogrando el bien deseado.

*Diluz

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Vive el pobre su pobreza  cuidando su honestidad,

Y el que ambiciona  riquezas la pierde sin más ni más.

*Diluz

 

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Mientras que el rico especula y ambiciona tener mas

El pobre vive amasando en su mesa el noble pan.

*Diluz

 

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De los males de este mundo no te debes desligar

Sino que debes obrar conforme a parte de culpa;

aquel que calla y otorga, aquel que dice y no hace

reniega de su coraje que al mundo puede salvar.

 

Pon tu granito de arena que vale como el que más.

*Diluz

 

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Que por donde se lo mire el mundo sigue girando,

con su sol iluminando;  con sus noches y sus días;

Ilusionando poesía y al amor enamorando…

mire por donde se mire,  el mundo sigue  girando.

*Diluz

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Mientras que duerme la musa de mis poemas de amor, invito a la reflexión a los poetas de alma.

Escribir es el motor  que a nuestra emoción apura y hoy pinta la reflexión  con su razón o ninguna.

(hoy, como cada día,  como todos, como uno, si llega la inspiración.)