Esteban Mario Couceyro

La paradoja de Pelusa

Siempre recuerdo, los tiempos compartidos con mis dos hermanos, hace unos días charlando con Yago, mi hijo, recordaba los tiempos de nuestra niñez, yo tenía poco menos de cinco años y disponía de un autito a pedales, bastante usado en las primeras infancias de mis hermanos y con el andaba en el jardín de nuestra casa en Córdoba corriendo carreras imaginativas como todo chico.

 

Un día, los grandulones de mis hermanos, vinieron con la idea de participar de unas carreras que estaban de moda en el barrio, viendo en mí el piloto que necesitaban.Todo esto sin que lo sepa Mamá y mucho menos Don Diógenes, nuestro padre.

 

El asunto consistía en atar el autito tripulado por mi, a las dos bicicletas de mis hermanos, a la sazón, de diez y catorce años con fuertes piernas, para competir con otros equipos similares.

Furtivamente, partimos hacia el río Primero, donde en unas calles de tierra, imaginaban la pista.

Corrimos y ganamos con algunos magullones del piloto, que volcó en una prueba inicial.

 

No te imaginás la alegría que teníamos al regresar, fuimos en viaje triunfal por las calles del Cerro de las Rosas y llegamos a casa.

Al ingresar, por el jardín, en el portón de la cochera, estaba nuestro padre esperándonos muy molesto, cuando eso pasaba se le notaba por que masticaba las muelas, mostrando el músculo de la mandíbula crecer y aflojar a buen ritmo.

 

Yo apenas asomaba del habitáculo del autito y Ubaldo, mi hermano mayor, se disponía a recibir el reto acostumbrado, cuando Guillermo, le anticipó a nuestro padre un -“Papá, ganamos la carrera, Pelusa manejó bien”-. Pelusa, venía a ser yo, pues mi cabellera continuaba por la espalda, nunca me gustó ese seudónimo, pero lo aceptaba en pos de mi incipiente carrera deportiva.

 

Papá, junto a nuestra madre que ya se había acercado, me mira con detenimiento y ve mis heridas, estaba cubierto de tierra abriendo todo lo que podía los ojos.

 

Don Diógenes apartó la vista y quedó azorado ante lo que sus ojos veían, mis hermanos habían pintado en los flancos del capot, sendos \"Pelusa\".

Tanto Ubaldo como Guillermo, hábilmente desaparecieron de la escena y yo fui rescatado por Mamá con el pretexto de lavarme y curar mis heridas.

Fue tenso y tormentoso el resto del día, nuestro padre tronaba como un cañón vaticinando una vida de penurias, por lo menos por una semana.

 

Al otro día, mientras tomábamos la merienda en monacal silencio, apareció Papá por la puerta de la cocina, que daba al patio.

Los tres lo miramos compungidos y él dándose tiempo, con estudiado suspenso, comenzó a decirme,

-“Esteban afuera tenés un auto mejor y más seguro”-, luego mirando a los otros, les dice, -“Ustedes, son grandes y deben cuidar de su hermano menor, aquí tienen unas sogas mejores”-.

 

Salimos al patio y lo vimos..., una Masserati fantástica, enorme pintada de un azul profundo, ruedas con gomas inflables y el número dos pintado en la hermosa cola afinada. Tenía hasta caño de escape cromado, el asiento tapizado y un pequeño parabrisas, igual a la de fórmula 1.

 

No imaginás la alegría que teníamos los tres, salimos a correr orgullosos de nuestras máquinas, dos bicicletas Raleigh y la Masserati.

Los demás competidores, nos esperaban y pude ver el asombro de sus caras, al ver la Masserati, ¡que orgullosos estábamos!.

 

La realidad es que salimos últimos, pues el auto era muy pesado, bonito, pero pesado.

Regresamos a casa, mis hermanos muy cansados y yo con mi carrera deportiva frustrada.

 

Hoy después de tantos años, reconozco la sabiduría de mi padre, un auto nuevo, lindo pero pesado y lento, paradoja que se repetiría muchas veces a lo largo de la vida.

 

Esta anécdota, la recordé cuando se la contaba a Yago, la tenía olvidada, quizá como olvido tantas cosas, pero la realidad es que los recuerdos están y con ellos la vida de los protagonistas.

En el recuerdo, venían las imágenes de mis hermanos aún niños, Ubaldo con sus rulos, circunscriptos al jopo, pues nos cortaban el pelo a la “media americana”, los pantalones a la rodilla, azules oscuros con unas zapatillas tipo basket, que pocos las tenían.

Recordaba el contraste de los ojos de mis hermanos, Ubaldo con esos ojos verdes y Guillermo con ojos marrones en medio de leves ojeras. Los tres siempre teníamos las rodillas sucias, de tanto jugar.

Que hermoso es recordar, aunque sean cosas simples, vividas en esas épocas de niñez.