Un día, enjuagué feliz mis ojos
en la caricia asombrada de tu rostro,
y quedé atrincherado
en el cortinaje audaz de tu cabellera,
 en el instante donde todo empezó,
 en el lugar donde se movió el cielo,
 en el abrazo que nos esperaba;
 tú y yo bailando hacia la cumbre,
tú y yo solos, solos tú y yo.
Nunca fui más mortal
que en ese instante con sabor a siempre,
cuando en las costas tu boca
descubrí la inmortalidad.
 Te llevé conmigo y me llevaste,
en un ir y venir desde los sueños
 hacia el lugar donde se iluminan los deseos,
 donde se maduran las mieles del vivir,
embarcados en un viaje sin rescate
ni retorno conocido,
 y a besos dejamos escrito
(con ese idioma de sonidos sin palabras),
el poema corporal que nos debíamos.