En estas hora lentas
el jazmín inclina su alocada cabellera
ungida por una lluvia tardía y destemplada,
mece sus campanas de alba muselina.
Hay risas distantes
y sollozos de una madre humilde,
en el lavado polvo que cae
al sacudir sus verdes ramas.
Dios mío…
otra vez, las algaidas ocultas
desprenden sus velos de nostalgias.
Hoy he apurado un sorbo de tu esencia
en los desatados nudos de estos pañuelos,
como vesperales flechas otoñales
henchidas de silencios y de temores.
Guerrero inerme y solitario; niño mío,
yo recojo tu mirada en la tempestad,
como una luz me hirió
la algarada de tu sangre,
aquel torrente arrebatado de gorriones.
Tú me enseñaste a amar la niebla
con sus designios y sus faunos:
cabalgas sin cabestros las tormentas
azuzando los ijares del miedo.
¡Déjame trepanar la sombra que te escolta
con mi alfanje de almíbar!
Solo ayer me hablabas
de la visión del trigo,
de cómo las espigas erguidas
como vírgenes palomas
oleaban soledosas los campos,
al paso del camino.
Es verdad que los potros del viento
segaron las gavillas del sol
con su tibio vaho de primavera urgente,
hundí mi alma en el medanal del tiempo
y sembré artemisa para el dolor artero.
Yo sé que mañana volverán las horas de
los pétalos felices y el viento
se marchará con su comparsa de tango triste
a bailar en otra esquina.
La fruta está encendiendo su corazón de llama dulce
y un poco más allá, por detrás de estos rumores
el mar eleva sus saladas vocales veraniegas.
Porque he visto al jazminero
reír bajo la suave lluvia de octubre,
en sus húmedas manos he presentido la dicha.
Alejandrina.