siguió lloviendo y ella sufriendo
Llovía… y su pena crecía en silencio,
la noche vestía de luto su voz;
la luna temblaba detrás de los cielos
al ver a su alma vencida de dolor.
Callaba la gente, murmuraba el viento,
las sombras sabían su hondo sufrir;
y entre la lluvia, sin paso ni tiempo,
alguien surgió para verla existir.
No habló palabras: le dio la mano,
secó su llanto con luz serafín;
tocó su herida, sanó lo humano,
y habló a su alma sin voz ni fin.
Luego se fue, como un sueño leve,
dejando aroma de paz y fe;
la luna llena, solemne y breve,
selló el misterio que no se ve.
Pasaron los días, volvió el quebranto,
y otra vez llovió su antiguo pesar;
y como un rito nacido del llanto,
el ser volvió sin anunciar.
Sus ojos guardaban la calma eterna,
su sonrisa era bálsamo fiel;
ella quedó muda, tembló la pena,
y al buscarlo… ya no estaba él.
Pensó si acaso su mente mentía,
si el duelo jugaba con su razón;
pero al llorar, el cielo caía
y el sol perdía su resplandor.
Tres veces vino, tres veces fue,
hasta que el alma pudo entender:
no era de carne, ni polvo, ni fe,
era luz pura bajada a creer.
Manos que ardían como aurora,
ropas más blancas que el mismo mar;
ángel del llanto, guardián de la hora
cuando la vida no quiere avanzar.
Desde aquel día no teme a la herida,
pues sabe bien, sin dudar jamás,
que cuando el alma se sienta perdida,
él volverá… y la hará volar.
Todos los derechos reservados
Managua, Nicaragua
Autor: Clark Anderson