Samuel Santana

Mi viejo

Dentro del humilde ataúd,

comprado con monedas colectadas,

estaba el rostro ya gastado de mi padre.

Junto a él fui testigo de medio siglo en penurias.

Sus días fueron un azadón,

el machete,

el sol,

la lluvia,

el frio,

la sed y la desnudez.

El pan siempre le corría.

En su vejez,

y bajo el naranjo del patio,

sentado contemplaba el polvo del camino,

como si esperará algo.

Con la rama de un árbol se hizo un rústico bastón

cuando la vista empezó a fallarle.

Pero una mañana lo encontré trastabillando

en medio de una cuneta de lodo

y agua amarillenta.

Fue mi madre quien,

manando lágrimas,

le cerró sus ojos la invernal mañana

en que se fue de este mundo.

A su muerte suspiré profundo:

“No más angustia”.

Sobre esta tierra no hay nada tan triste como morir

sin haber vivido.