Samuel Santana

El vigía

Madre,

no me lleve a médicos ni me dé  brebajes.

Lo que por dentro me ahoga y

quema no es mal común de la carne.

¡Ay madre mía!

Si la hubiera visto ayer.

Rodeada de doncellas estaba  en el jardín,

vistiendo su túnica de imperio,

la tiara de colores,

los collares,

los zarcillos y la sandalia

 piel de cabra con perlas.

El resplandor de su majestad

llenóme de confusión.

A tal punto fue que en la garita

 descuidé los caminos enemigos

y casi caigo entre fieras

rodando por los encalados muros.

¡Santos cielos!

El olor de su piel,

amaestrada por esos ungüentos

 de eunucos, se sobrepuso

al de la alheña y al jazmín.

Así me llegó al vergel del alma.

Madre,

ayer me dijiste que es locura

 de desamparado viajero de mares sin puertos.

Perdóname, pero

¿qué sabe el corazón

 de razón y torceduras?

Es un bohemio atardecido por copas,

un juglar componedor

 de marionetas salobres y

 una bestia desbocada entre sauces y espinos.

Ya me he visto cual hidalgo

 o gran señor parado frente a su imperio.

Sabes, en aquella soñolienta

 noche de invierno sus ojos

arañaron las estrellas de mi espíritu

 y me lanzaron a las ondas

insondables del vendaval.

No soy héroe ni lo intento,

más por ella descarrilo mares,

sacudo vientos,

descobijo cielos,

muevo estrellas y

recojo los nenúfares en los mortíferos y

 lúgubres pantanos del olvido.

¿Cuál bien sería el precio a mi osadía?

¿Calabozo, azotes o destierro en Patmos?

Ay madre mía,

por amor de Dios no me resondre

 ni me mires con angustia,

que aún en el cadalso,

con la sangre rodando,

yo sentiré la gloria.