Rafael Parra Barrios

Kafka y Gregorio Samsa

 

 

Gregorio Samsa nunca engañó

a la sociedad donde habitó;

aunque existió en calamidad,

pudo subsistir hasta el final, sin piedad.

​Los atropellos y descalabros

mermaron la fuerza de su voluntad

y apolillaron su ser e identidad.

​Cierta noche comenzó su mutación,

con inquietud y excitación.

En su lecho al destino se entregó,

y su alba ya no pudo evitar:

el hombre cayó,

el caparazón creció,

el insecto despertó.

​En su diaria rutina

despertaba temprano

y a su trabajo acudía,

comiendo mal,

cumpliendo su deber.

​Casa, ferrocarril y trabajo.

Trabajo, ferrocarril y casa.

Un, dos, tres.

Tres, dos, uno.

​La monotonía de todos los días,

su existencia vital carcomida.

Y al sentirse animal, entendió

que sin ser insecto,

había sido zoo,

que lo inhumano

su ser exterminó,

que la crueldad lo erosionó,

que la familia lo enajenó

y su red laboral lo explotó,

pero nunca jamás traicionó,

aunque su identidad perdió.

​Con su nueva investidura

el Sr. Escarabajo desvalido,

sin atuendos ni prendas,

entendía mejor al que veía,

sus mentiras e hipocresías.

Todos se burlaban y reían.

​Al final, ya con una herida,

una manzana lanzada

lesionó su frágil fisiología,

y no pudo evitar su agonía

hasta que por fin fenecía.

​Antes, Gregorio Samsa,

era un inteligente animal,

luego, un insecto inmortal,

su consciencia histórica,

pudo al mundo demostrar

que su vivencia puede pasar

en la vida de cualquier mortal.

​La verdad es que Samsa

con su carcaza de gloria

enalteció su propia historia,

su especificidad notoria.

​Epílogo

​Kafka define con firmeza

el criptograma de su vivencia,

colmada de trascendencia,

caracterizando su crudeza:

la rígida dependencia

de un cálculo, una receta;

la condena en su existencia.