Samuel Santana

Un nuevo orden

Se cayeron inesperadamente las hojas

de los árboles sobre las olas del mar.

La niña cultivó las flores sobre el pecho

de las nubes enrojecidas y secas.

Con leños resquebrajados, la alondra hizo su

nido en la hendidura de la estrella metálica.

Tras un largo y tedioso recorrido,

el sol se sentó en la cima de la montaña helada.

Y la luna, fiera buscadora de presa al mediodía en el abismo,

saciaba su sed en las corrientes del río sulfúrico.

El aire, que salió de los enfermos de las casas,

 llegó al cementerio, entró a las narices de los muertos,

irrigó los pulmones, se repartió en la sangre,

estremeció la médula, apagó el fuego,

encendió la leña, se tiró al mar y

encadenó los veleros en medio

de las aguas hirvientes del volcán ciego.

Con sus ramas llenas de azufre y cisternas rotas,

 los árboles calzaron sus raíces con las constelaciones

 de las noches tenebrosas.

El negro se vistió de amarillo y el amarillo de bronce pálido.

Extraviarònse los caminos polvorientos en los

pies de los caminantes, el alimento se comió al hombre y

las estrellas se escondieron en el corazón de la tierra.

Los pájaros les dieron sus habitaciones a los peces y

 estos, a su vez, durmieron sobre las copas de los apagados laureles.

En el último amanecer del invierno,

el sol salió por el occidente y regresó a su tálamo

por el sendero del oriente.

Sosteniendo la amapola con los pies,

el anciano volvió a su niñez y el niño,

mostrando manos temblorosas, contó, con lágrimas

brotando de su pecho, la llegada de los cien años.

Y los versos que el apasionado poeta entregó,

regresaron al papel, pero del papel saltaron a la tinta,

 de la tinta al calamar y del calamar a la nada.