Samuel Santana

La santa

Con la mantilla blanca,

en atuendo resplandeciente y

en contrición profunda

ella siempre entraba al santuario.

Como ser de otro mundo miraba en

dolor las imágenes sagradas y, al

fondo del altar,

al Mesías colgado

en estado sufriente y agonizante.

Cada domingo, y como siempre lo hacía,

él se paraba tras el pùlpito y,

 sin remordimiento alguno,

la hostia rojiza y pura ofrecía.

“Pan: carne de Cristo.

Vino: sangre de Cristo.”

Pero ella, aguijoneada por la afligida

conciencia, en el acto final irrumpía

en ríos de lágrimas.

Cuan fácil es ocultarse del juicio humano,

pero es gran locura procurar escaparse del escrutinio divino.

En su angustia mordiente

la pobre pecadora preguntabase:

“¿Tanto se ha mancillado que  a su  espíritu

nada mueve a la luz?”

Sintiéndose nauseabunda,

delatada por las vidriosas miradas,

traspasada por voces seráficas y

aturdida por la risa de un enjambre demoniaco,

decidió lavarse con el martirio divino.

Por maldito tuvo el momento en que ella,

asediada por el vagabundo espíritu de la lujuria,

le despojó de sotana y

le ahogó en su voluptuoso cuerpo de pasión.

Tan aprisionado quedó,

que dispuesto estaba a la farsa

corriendo el peligro del engendro  infernal.

Fue así como ella por enemigo y

obstáculo ya no tuvo al  demonio,

sino al amante sagrado que por

locura tenía la confesión y el

abandonar por

completo el goce perverso, bajo,

impío y mundano.