Samuel Santana

La lluvia

Señora, bien sabe usted que la considero y

respeto como dama y gran amiga.

Pero viene a ocurrir que en esta

noche hùmeda y fría usted y

yo nos encontramos aquì

circunstancialmente solos.

Después de este té, de la cálida plática y

las copas de vino, he de confesarle

que algo extraño se ha metido en mi pecho, aguijoneándome y

calentándome el alma.

Diría que es algo así como un demonio contra el cual

lucho pero sintiendo su asedio

cada vez más fuerte e imposible de salvar.

Esta tentación maldita  me incita a fijarme en sus labios,

en el color de sus ojos, en su pecho y

en su delicada cadera de mármol.

Señora, el agua ha arreciado y

ahora pienso que usted no debe mojarse.