Samuel Santana

El regreso de un prisionero

Yo no maté, tampoco hurté.

Ni siquiera violé un ápice de la ley.

Mis años tras los

barrotes obedecieron a una cosa:

la inquina maldita del humano.

Confinado a la mugrienta

y asfixiante ergástula,

pasaba días castigado por el terror

y el desfallecimiento.

Solo una bocanada húmeda de luz

 y el roce de una brisa de mar era

lo que me llegaba desde fuera.

Me  acostaba y no dormía.

No sentía hambre,

tampoco sed; todo

cuanto había era rabia y

pasión por no existir.

Hoy he regresado.

Empero, ¿qué he encontrado?

Amarga realidad:

una estancia triste y abandonada.

Solo fantasmas

de viejos recuerdos.

La tierra está yerma,

llena de hojas muertas,

de charamicos lànguidos y

asedida por ecos remotos.

Esta que fuera la casa de mis sueños,

con su jardín coloreado,

el encalado de azul,

el piso tapeado y

el olor a amores,

ahora es techo roto, 

estantes horadados y hedor

a moho podrido.

En la bruma la recuerdo.

Sus pisadas están por todas partes.

Por sus ojos, puros como paloma, veo

los luceros rutilantes de las noches

 y la luna bañándose en el agua.

Justo aquí, en este desvencijado corredor,

la besé muchas veces,

escuchamos el alcaraván solitario,

nos empapamos con el olor del jazmín

y la sentí ser toda mía.

Sé que podría dar vida a estas cosas,

 pero sin ella,

¿qué sentido tendrían?