Pastor Perozo

Fresas, Bananas y dolor

!Nunca! Él, había sentido cosquillas en su estómago, nunca había sentido palpitar tan aceleradamente su corazón como temblor de un tren a su paso, nunca la alegría le había invadido su cuerpo sin hallar una explicación.

Era una mañana de primavera, la brisa fresca golpeaba su cara con tanta delicadeza y frescura como el rocío cuando cae sobre las hojas de las plantas de bananas, y como todos los días, él atendía un pequeño puesto donde vendía frutas frescas y dulces como las sonrisas de los bebés. Fue en ese entonces cuando vio pasar a una mujer muy hermosa, su rostro parecía a la luna llena, su cabello era liso y azabache, piel morena como el níspero silvestre y unos ojos color miel. Sencillamente era como una diosa criolla.

Él, no era la figura de un hombre de esos que a simple vista les agrada a las chicas, no, todo lo contrario, era enclenque, de cabello negro, grueso y cerrado, de piel quemada como la corteza que deja un panecillo al final del papel, era de ojos cansados y de color negro, lo más común que puede haber. Pero dentro de si, guardaba un gran tesoro conocido como: nobleza, humildad, amor y un gran corazón que no le cabía en su huesudo pecho. Al pasar frente a su negocio esa muchacha, la mente del frutero quedó invadida de tanta belleza que dejaba escapar aquella mujer, pero la realidad le devolvía sus pies a la tierra, su sentido común le decía ¡Deja de soñar! ¡Una persona como tú, pobre y feo, nunca tendrá a “una hermosura como esa”. Así, que solamente se limitó a observarla, la miró de manera sutil y le habló sin que ella le escuchara.

Al día siguiente, nuevamente en su puesto de frutas, él guardaba la esperanza de volver a ver a aquella hermosa diosa humana, y en efecto, vio que se acercaba ella, pero esta vez se dirigió a su pequeño negocio para comprar algunas fresas y bananas. Él, al sentirla cerca, tembló de emoción, y tan sólo un ¡buen día! de aquellos labios esponjosos, fue como la última gota de lluvia que deja caer una nube sobre un lago, pues el sonar de aquellas voz angelical, fue lo último que necesitaba para quedar completamente enamorado de ella. La atendió con tanta dulzura, que el lenguaje del amor habló sobre la boca de aquel joven frutero, cautivando a la dama, y ese día, no sólo despachó frutas y bananas, sino también su corazón. Ella se sintió muy a gusto con el trato del muchacho que empezó a ir todos los días al pequeño puesto para comprar frutas que quizás no necesitaba, pero ella sentía agrado al conversar con él.

Así pasaron los días y sucedió lo inesperado, cupido los anotó en su lista y su amor fue un deleite. Él la amaba como las plantas aman al agua, como la luna ama a las estrellas, como el mar ama al sol. Horas, días, semanas y meses fueron de dicha y felicidad para él, que nunca se imaginó que eso le llegaría a suceder.

Pero un día, el frutero enamorado fue notando un cambio actitudinal en su pareja, ella empezó a quejarse de que él no le obsequiaba regalos estupendos, que cuando salían nunca llevaba consigo suficiente dinero para comprar cosas que a ella de gustaban, que ¡cuándo seria el día en que cambie de trabajo para uno más productivo! Que con solo palabras no se mantenía a un amor. Una tarde llegó a los oídos del joven enamorado, tal noticia que lo dejó en incertidumbre, pues le contaron que habían visto a su novia tomada de la mano con otro muchacho, y que además era muy guapo, que sonreían muy amorosamente y que poco después se subieron a un carro novísimo. El pretendía no creer en esos cuentos, pero la duda iba creciendo conforme iba creciendo la indiferencia de su novia.

Las frutas de su negocio fueron perdiendo color y textura, las fresas rojas y brillantes pasaron a un rojo opaco, y las bananas cambiaron de contexturas blandas a flácida y con pigmentos muy negros, tal vez sentían la tristeza del pobre muchacho. ¡QUIÉN SABE!

Y así, como en una mañana llegó el amor a su vida, así como se pierde el viento en el horizonte, así como desaparece en el aire el humo de cigarrillo, así se disipó el amor de su amada hacia él, y de pronto ella se alejó, sin un beso de despedida, con su nuevo amor , rico y titulado, en un carro sin ruidos de motor y con regalos que el frutero nunca le pudo comprar.

Nunca él había sentido cosquillas en su estomago, nunca había sentido palpitar tan aceleradamente su corazón, nunca había sentido tanta alegría, pero tampoco tanto, tanto dolor