Mispoes

El prisma que ilumina el espacio

Yo nunca había visto las estrellas. Estaba tan equivocado, aún creía que eso que vemos en la ciudad es el cielo nocturno. Pero no, no tiene nada que ver con eso. Esa noche yo volvía de un viaje a las faldas de una montaña, iba en un auto abierto y el sol se escondía detrás de las montañas a fin de dejar pasar la noche con su estruendoso silencio que provocaría algo en mí que nunca antes había sentido.

Cerré los ojos por unos minutos sintiendo el fuerte golpe del auto contra mi espalda, el movimiento me hacía pensar en un mar revuelto. Abrí los ojos después de ese momento que no sabría decir cuánto duró. La noche me absorbió en un instante. El cielo estaba sobre mí tan amenazante y tan dispuesto a acabar conmigo. Por un segundo creí que podría contar las estrellas. ¡Cuán engañado estaba! Ellas se movían sin sosiego sobre mi cabeza. Daban vueltas en sentido contrario a mi cuerpo y de pronto la una no era la otra y la otra era algo más que una estrella. 

Sentí como se apoderaban de mí, me poseían con una fuerza inexplicable. Fui absorbido con la sensación de la lengua de un niño atorada en la boca de una botella. Fue muy extraño, sin duda. Sentí mucho miedo y a la vez no tanto. Tal vez me sentí libre y ser libre me aterró, no sabía qué se sentía al ser libre. Fue una sensación aún más nueva que ver el firmamento atemorizante. Comparo la sensación de la lengua dentro de la botella porque a pesar de estar atorada debe de sentirse segura y protegida por el vidrio grueso. Dicen que algunas personas sienten comodidad al estar rodeados de algo que toque su cuerpo, que no han superado el choque del parto, ese momento en el que el pequeño cuerpo recién formado se separa de la madre y de pronto ya no hay una barrera de piel y órganos calientes y acogedores sosteniendo nuestra existencia. De pronto nuestras extremidades pueden desdoblarse y no encontrarse con nada. Y es aterrador y por eso los bebés lloran sin consuelo. Así me sentí en ese momento, no había nada caliente y confortable deteniéndome, había solo estrellas de todos tamaños asechándome con su luz fuerte.

Intenté abrir los ojos atreviéndome a enfrentar cualquiera de las consecuencias de hacerlo: quedarme ciego o ver más de lo que cualquier humano había visto antes. Pero no pude abrir mis párpados, una fuerza superior no me lo permitió y entonces quise llorar, romper en llanto como el bebé que no comprende lo que sucede. No me atrevía a patalear o moverme bruscamente, el vacío rodeándome me hacía pensar que un movimiento mío podría destinarme a un agujero negro o algo parecido. Intentaba gritar y mi grito era tan fuerte que no podía ser escuchado. No era como si gritar hubiese perdido valor, sino como si no fuese importante ser escuchado, que lo importante de esa acción tan liberadora fuese eso mismo, liberar y nada más.

Las lágrimas se atoraban en mis ojos, sentía que en cualquier momento mis párpados no resistirían más y reventarían esparciendo por todo el espacio mis pequeñas e insignificantes lágrimas. Una lágrima no cupo más entre mi párpado y mi retina y empezó a escurrirse en ambas esquinas de mi ojo, funcionando como lubricante para el resto de mi párpado y dejando que se abriera una pequeña rendija que no dejaba ver nada solo permitía que una corriente de viento se asomara. La lágrima se acumuló en mi lagrimal y comenzó a escurrirse por mi mejilla lentamente, su paso dejó el frío camino del viento contra mi piel húmeda. Cuando la lágrima se desprendió de mi barbilla violentamente tuve el valor de abrir mis ojos rápidamente y vi mi lágrima cayendo al vacío. Parecía mentira que todo lo que se sabía del espacio en ese momento no tenía validez. Toda la ciencia y teorías se desvanecieron en aquel instante. Una lágrima cayendo como si la gravedad la acompañase, con la misma gravedad que el dolor inyecta en las lágrimas que caen desesperadas a los pies del amante herido.

Sentí que algo más que una lágrima se desprendía de mí al verla cruzar ese espacio inmensurable que era infinito y a la vez tan pequeño frente a mis ojos. Uno a uno de mis órganos se desprendían de mí sin moverse, todo continuaba en su lugar y yo seguía intacto, pero el sentimiento de pérdida me inundaba. Me sentía tan incompleto sin haber perdido nada y miré mis manos incapaces de asir algún objeto. Quise verme a mí mismo pero nada de lo que me rodeaba producía algún reflejo y paradójicamente eso me tranquilizaba. No era mi cuerpo importante, era yo, lo que sentía y pensaba. Era yo el que flotaba en el espacio descubriéndose a sí mismo. Mi lágrima continuaba cayendo. 

Eran cuatro muros negros rodeándome, cuatro muros en los que colgaban cientos de estrellas sin ningún orden lógico o estético que recordaban mi infancia en aquel grande y frío cuarto, todo pintado de blanco en el que llené los muros de estrellas fluorescentes y en la noche las admiraba e imaginaba toda clase de historias que no tenían parecido con lo que en ese momento vivía. De repente recordé mi lágrima que caía y dirigí mi mirada precipitada a la pequeña gota de agua que chocaba contra una superficie lisa y delgada. Mi lágrima cayó como salpicadura formando una silueta con varias puntas, una mancha en la superficie oscura, una mancha parecida a una gota de cloro potente o a un ácido que corroe instantáneamente. Me percaté de las estrellas a mi alrededor, vi a través de una y entendí todo. De mis ojos comenzaron a caer lágrimas sin cesar y yo solo quería llorar sin poder detenerme y sin querer hacerlo pero todas caían en el mismo lugar ampliando el espacio que la primera había creado. La luz atravesaba lo que antes había parecido un muro oscuro. La ráfaga de luz era cada vez más fuerte y potente, parecía viajar hacia mí en una cantidad de tiempo que no lograba comprender. La vi venir cada vez más cerca y giré intentando huir, la ráfaga chocó contra mi cuerpo, justo en el centro de mi espalda y su fuerza me impulsó hacia arriba. Era un dolor potente como de una espada atravesando mi cuerpo, pero que en un instante rasgó mi pecho y sin más dolor la vi salir de mí en pequeñas ráfagas de muchos colores, era yo el prisma que iluminaba el espacio. Mi cuerpo giraba en diferentes direcciones. La emoción me inundó y no pude contener un llanto más fuerte que ningún otro. No había llorado jamás como esa vez. Mis lágrimas entonces no tenían más gravedad y suavemente recorrían el vacío hasta que una a una topaban contra la superficie con el mismo efecto que la primera. Pero esta vez algunas permanecían pequeñas y otras se hacían un poco más grandes. La luz atravesó el espacio por todos los lados donde mis lágrimas chocaban. Sentí punzadas por todo mi cuerpo, cientos de ráfagas de luz me atravesaban y el dolor era cada vez menos. Me vi entre cientos de rayos de todos colores, cerré los ojos y solo quise reír.

Después de un momento que no sé medir, abrí mis ojos. Mi cuerpo descendía y solo veía como las marcas de aquellas ráfagas eran convertidas en más estrellas que decoraban el fondo oscuro y rígido. Comprendí que la luz que devolvían era un reflejo. Poco a poco estaban más lejanas y el impacto de mi cuerpo contra el auto me hizo reaccionar. Las estrellas dejaron de hipnotizarme bajé la mirada sobre mi cuerpo y busqué entre mi ropa. Solo encontré cientos de cicatrices en mi piel. Alcé la mirada y esta vez solo encontré faroles y luces de edificios.

 

     Bárbara Barrientos