kavanarudén

Un día cualquiera (microrrelato)

 

Aquella mañana se levantó temprano.

Miró por la ventana. La niebla acariciaba la natura. Un capa sutil de hielo cubría la hierba. La creación bostezaba tratando de espabilarse ante un nuevo día que se hacía presente.

Un olor a leña fluctuaba en el ambiente, recordándole que el invierno había llegado.

Abrió la ventana queriendo respirar aquel aire fresco, muy fresco, erizándosele la piel ante el frío pero resistió. Cerró sus ojos y solo escuchó. El riachuelo cercano le arrulló con su cantarina voz que solo era interrumpida por el quiquiriquí de un gallo y el ladrar de un perro que se perdían en el paraje.

Abrió de nuevo sus ojos y dejó que su mirada se perdiera en el horizonte.

Suspiró profundo. Se volteó y miró su cama. Revuelta las sábanas. Una habitación en desorden.

 

Se quitó el pijama y se dispuso a darse una ducha. Miróse en el espejo el cual le devolvió la figura de un rostro cansado, un tanto descuidado. Tres días sin haberse rasurado. Meneo su cara y se tocó. Palpó sus pupilas, el contorno de sus ojos, se apoyó al lavabo y se dijo: “bueno, ¡ya basta! Tenemos que tener un poco más cuidado de nosotros mismos”.

Acto seguido se rasuró. Abrió la regadera, esperó un momento y después entró bajo el agua tibia que reconfortó su cuerpo adormecido. Respiró profundo, se apoyó al muro. Se abandonó al momento.

 

El recuerdo de su cuerpo desnudo junto al suyo lo envolvió.

Sus caricias vinieron a su mente. Manipulándose sintió que eran sus manos que lo tocaban, palpaban cada parte de su cuerpo. Comenzaron tanteando su cuello descendiendo por su espalda hasta apretar, con pasión, esas sus dos montañas firmes, musculosas, cubiertas por un sutil terciopelo oscuro.

Percibió su boca en la suya que le trasmitía todo su vigor, su fuerza, su energía, su sabor.

Su pecho fue reconfortado con aquella lengua atrevida, juguetona, que se detuvo con sus pezones erectos. Sus dientes blancos y firmes se ensañaron contra ellos. Dulce suplicio, tierno martirio que le arrancaron un gemido de goce.

Aquellos labios amados y adorados besaron, chuparon cada rincón de su soma masculino concentrándose en su bajo vientre. En su parte más íntima, en donde se erigía el origen de la vida. Lugar sagrado que bien conocía.

Aquel cuerpo amado, adorado, protegido, querido, fue suyo en aquel su cuarto de baño. Polución abundante, explosión de placer, orgasmo solitario.

Instante de locura donde por segundos pudo tocar el cielo junto al amor de su vida.

La cruel realidad poco a poco lo fue despertando de su fantasía. Sintióse solo, tan solo. Se acurrucó por unos instantes esperando que el agua, en su tibio continuo fluir, arrancaran de cuajo tanta soledad.

 

Lento se levantó, cerró el grifo, tomó la toalla y comenzó a secarse.

De nuevo su figura apareció en su memoria. Pudo extasiarse con aquella sonrisa tierna que le iluminaba y su voz que le decía: “buenos días amor mío. ¡Te amo!”

No pudo contener una sonrisa. A pesar de que la soledad le golpeaba cada tanto, dio gracias a Dios por haberle donado el don del amor.

Bendijo en su corazón a esa persona extraordinaria que en la lejanía siempre estaba presente en su mente y en su corazón.

 

Se sintió afortunado. Después de haberse vestido, perfumado, peinado salió a enfrentar un día más, uno menos que le alejaban de su amor querido.