María

LEY DE MURPHY

 

En El Vaticano el calor sería insoportable. Quise llegar temprano para lograr una buena ubicación en la Plaza San Pedro. El taxi que me acercaría tuvo un desperfecto y no fue fácil encontrar otro.

 

El tráfico se complicó, mi auto avanzaba a paso de hombre. Le aboné al taxista y caminé las tres cuadras que me separaban de la entrada al sitio santo.

 

Cuando di vuelta la última esquina me asombró la   larga fila de paraguas. Personas de diverso origen comulgaban en su necesidad de cubrirse del sol, que no perdonaba.

 

En nuestro país no se estila ese tipo de protección. Ya molesta tuve que decidir entre pararme tras la última persona o buscar un puesto en el que vendieran paraguas.

 

Tras media hora para comprar uno la fila se prolongaba más de doscientos  metros de lo calculado. Con pésimo humor me ubiqué, ya con mi pequeña sombrilla cubriéndome.

 

El día fue largo y emocionante. Nuevamente surgió mi enojo a la hora del regreso. Los buses atestados no tenían lugar para una extranjera más, y no veía taxis libres.

 

Me senté en un bar. Me distraje con un par de coterráneos conversando sobre el momento más movilizante de la homilía papal, cuando vi por la ventana un taxi desocupado. Dejé un billete sobre la mesa, y corrí llamando al conductor.

 

Cómodamente instalada, gozando del aire acondicionado observé las fotos  que había tomado. La primera era una vista del paraguas de quien que se había sentado delante de mí. La segunda mostraba al menos cinco o seis paraguas. La tercera  enfocaba más de una docena. Absolutamente todas las siguientes mostraban una manada de paraguas.

 

Llegué al hotel derrotada. Tramité la prórroga de mi pasaje, debía estar en la Plaza San Pedro el próximo miércoles. Con mi manía tempranera decidí pernoctar cerca del vallado desde el lunes. Y hoy amaneció lloviendo. El pronóstico anunciaba agua para los próximos días. Pero nada  opacaría mis expectativas. Ni siquiera la pesadilla de anoche, donde decenas de paraguas me condenaban a una oscuridad interminable.

 

 

Con mi mejor ánimo me cubro con mi impermeable, mientras pienso en comprar un segundo perramus y botas de lluvia. Una escena del noticiero muestra una vista londinense que me entusiasma. Ahora debo buscar en Internet quién eleve globos aerostáticos cerca de la Fontana di Trevi. Ni la sombrilla de Mary Poppins podría certificar mis próximas fotos.