Duende del tiempo

Hoja de otoño

No voy a inventarle una esquina
a la espiral de nuestras almas.
No voy a temerle
a las ansias de sentirte real.
A la fría espera, eterna.
Al canto de la brisa;
al inevitable recuerdo de tu voz.

No voy a temerle al amor.

Cada muerte que sentimos
es un grano de arena
que continúa engendrando,
en el vientre de nuestras miradas,
un futuro inquieto,
un inmenso desierto fugaz...
Un castillo de agua que se incendia.

Mis lágrimas te regalo.
Son de sal,
y duermen en un río,
bajo el humo, las hojas;
bajo el techo de la noche
que trae tu nombre.
En estas aguas descansa tu recuerdo:
abstracto, cíclico...
irreal descansas,
ninfa mía.

Resistimos, eternamente ensoñados,
en lo efímero de un momento místico.
Adornamos el boceto de la vida
con un insignificante signo...
Felices de habernos encontrado.

¿Adónde miramos cuando la eterna,
la vieja espiral del alma no para de menguar?
¿A quién preguntamos cómo seguir,
cuando nunca se enciende
la sombría risa de la luna nueva?

En manos del incierto
se esconde la última pieza,
la que siempre faltará,
en el rompecabezas
de la resignación.

Sola,
con tu alma, te sueño,
añorando ser la compañía del viento;
una hoja de otoño que cae
del árbol del desasosiego.

Nuestro deseo trae consigo
el riesgo del silencio invisible.
Ese que tanto escuchamos,
el que tanto nos ve.
Nuestro deseo trae consigo
la alegría de que así sea.

Así, hoja de otoño,
ninfa mía,
llegaste a mis puertas.
Volando, entraste a mi alma.
Una mañana, un ocaso,
una aurora, un sueño.
No hubo tiempo,
pero llegaste.

Dejaste marcada para siempre
la huella de tus aguas, ninfa.

Ya no importan los soles,
las tormentas, los mundos,
las escusas que rodean tu cuerpo.

Siempre veré la luna en tu pecho.
Siempre te veré en mi alma.
Amaneciendo, siempre...

Solo por un segundo,
la espiral de nuestras almas
cesará su movimiento.
Solo un segundo.
Y reanudará su marcha,
girando con otro color,
para no detenerse

ya nunca más.

Color de arco Iris,
será...