Nancy Ruiz Lee

La mendiga (relato, semana sobre la envidia)

Caminaba con la arrogancia de cobrar sus pasos al mundo, y sin embargo, mendigaba. ¿Cómo había llegado a quedarse sin nada?

Antes de salir, se miró de pies a cabeza y se envolvió una vez más en su burbuja.  Tenía que mendigar, pero no quería verse vulnerable.  Si bien, cada actor o político buscan una imagen qué vender, ella era meticulosa con cada detalle de la suya, a fin de obtener los mejores beneficios.

Mendigaba, a pesar de considerar miserables a las personas que pasaban a su lado. Pero necesitaba de las limosnas para vivir. Cada uno de sus poros exhalaba suplicando \"una limosnita... por amor a Dios\".

Continuó su trayecto. Al pasar por un almacén de lujo, no pudo evitar quedarse mirando los hermosos vestidos y compararse con los maniquís.  Ellos, esbeltos y rígidos, en sus posturas perfectas, mostraban aquellas hermosas e inalcanzables prendas.  Ella, en sus andrajos que dejaban ver parte de su delgado cuerpo, no podía sino sentirse nada.  La demacrada expresión que procuraba ocultar traslucía el hambre y la pobreza que emergía de sus entrañas y envolvía cada una de las cosas que hacía.

Tal vez aquel día podría saciar su hambre… tal vez recibiera una buena limosna, de aquellas que le satisfacían tanto que podía sentirse viva, tan viva como cuando era niña, como cuando era amada, como cuando, no importaba qué comiera o tuviera, tenía siempre un par de brazos que la cobijaran.  Ahora no.  Ahora no era más que un solitario cuerpo con un alma que languidecía, que se iba apagando cuanto más mendigaba.  Pero no importaba qué o cuánto le dieran, el hambre le carcomía por dentro.

Aquél día tenía la sensación de caminar sobre vidrios rotos mientras el viento se colaba por sus ropas, más aún con todo, como actriz que era, procuraba dar la impresión más adecuada a las personas que les pedía limosna.  Aunque prefería pedirla a los hombres bien vestidos que caminaban presurosos por la calle y que se volvían al verla pasar. Suplicaba limosnas a todos… incluso al hombre que comía chupándose los dedos en una venta callejera. ¿Y a las mujeres? Bien sabía que nada podía esperar de aquellas hermosas y altas chicas con las que se cruzaba por las mañanas.  Ellas, gráciles, esbeltas y sonrientes, pasaban a su lado ignorándola, abofeteándola con su deslumbrante belleza, exhibiendo su obscena felicidad. Ellas, embriagadas en su alegría y juventud, lo tenían todo… ella, tenía la sensación de mendigar hasta la vida.

Siguió su camino rutinario a través del parque, de prisa, porque se le hacía tarde para llegar a su puesto.

Vio una figura que se acercaba lentamente, bajo sus largas faldas se podían ver los zapatos viejos, gastados, que cubrían unos pies deformes.  

 \"Buenos días\", dijo una sonriente anciana de cabellos blancos y ojos brillantes. \"Disculpe, señorita, me podría decir qué hora?

 \"Son las 7:30, señora\", dijo, mientras buscaba unas monedas para darle.

La anciana le tocó suavemente el brazo y con una sonrisa, viéndola a los ojos, le dijo:  \"Gracias, muy amable, pensé que era más tarde\".

 “Pase usted un buen día, dijo la mendiga”, y apresuradamente continuó su camino.

 La anciana no pudo evitar quedarse contemplando cómo se alejaba aquella hermosa mujer de triste mirada, que caminaba por las calles con la arrogancia de quien le cobra al mundo por verla.