Jesus Alejandro Reina

Un desdichado y tres casas

I

Más allá de la muerte un día,

me detuve a la entrada de una casa.

Una casa, recuerdo bien,

envuelta en una contradicción infinita,

como una lucha de fuerzas que

pululaban hasta  entrecortar  el aire.

Como si un lamento hiciera eco entre el jardín

y el camino de árboles,  con ínfulas de juicio final.

Entre las hojas espesas de aquel rumbo

un silbido,  su silbido retumbaba en mis oídos,

entonces  entendí lo quera el olvido

y caminé sumido en una tristeza de paz

mientras la luz se escurría a duras penas

por entre las rendijas de los troncos.

posicionados tan perfectamente a cada lado del camino

como  si  advirtieran la naturaleza del momento,

transfigurándolo en algo más que no logro explicar

a medida que el abismo tragaba mi calma con cada paso.

Se oían, se oían, ¡se oían!, como cada árbol me veía,

y se reían de mi vida.

Pero conocía el dolor, así que caminé,

Caminé hacia la negra región

del fin,

hasta sentir rugir el helado rasgar de un lobo

a la entrada de un valle de luz de luna…

Y tres casas.

 

II

Bañada de sol yacía la primera,

bajo las alas de un ángel lleno de dolor.

A sus  alrededores los lechos de  lotos grises

corrían como retorciéndose en un recuerdo,

y el ángel me hacía entrar.

las paredes de una casa,

al parecer inmarcesible  por los años,

resguardaba los colores del tiempo

en un reloj de norte a sur.

Y un espejo.

Tan blanco  y limpio que parecía amor,

y  me incline en sus adentros

para tocar sus secretos,

y vi fue luz:

de una silueta confundida en el cielo,

tras danzar en las praderas infundiendo el olor a rosas

que almendradas mareas ondeaban  de su cabeza

revestida de nube, enjoyada en miel su alma.

Se aproximaba a mí como una bendición,

que me traspasó en un recuerdo…

La tarde me llevo a la lejanía,

gritó el nombre de la sombra

en una borrosa caravana

que retorno al país del allá…

  

III   

 

Era una tormenta la que permeaba

con agonía una casa gris.

La vereda, carcomía de luto los rayos

sumida en un cáliz de rendición,

a medida que me adentraba

así, masticando cada paso seguí,

a los lados de rosales azules.

Las paredes tragaban el aliento en sus letras

como desoladas por la inspiración de un amor.

Era la casa de las decisiones,

envueltas ya

en un espejo lleno de lagrimas

estillé su reflejo para

sufrir sus secretos:

eran los pisos fríos

de una habitación vuelta anhelo.

En sus esquinas crecían las ramas

De un árbol lleno de copas vacías,

en su interior, aletargado en un mar de niebla, la mirada,

me castigaba con las cargas de mis errores.

Los ojos del ángel solo veían los horizontes de un nuevo…

Un nuevo amanecer, volando a él,

Hundiendo mi alma en la selva de las sombras,

Hasta caer en el abismo de mis lágrimas.

 

 

IV

La última casa llegaba; el viaje final,

en vuelto en las tinieblas

de una casa de muerte.

A sus aposentos corrían

las lavas el infierno legítimo de mis actos,

y esos cuervos,

esos mismos cuervos que rondaban mi mente

ahora tiraban de mis pecados como

demonios  de un infierno interior,

 hasta el picaporte de madera

de aquella casa condenada por la oscuridad

y oyese desde un baúl de bronce las exequias

de grandes  volcanes gritar mi nombre,

dentro de una casa con sangre en las paredes…

balas en el suelo,

hasta el espejo de marco azabache, de perdición;

y me quité el alma para ver sus secretos:

y era yo, tras la hoja afilada de una navaja en mis brazos,

donde corría amargamente mi sangre

sobre la tierra de  una alta colina,

con los ojos perdidos en mi interior

y a mi lado la túnica negra de un ángel

que con lástima, miraba llorando

mi apresurado animo por dejar sufrir...

Y tras la mañana, la veo en mis lágrimas

Desvanecer.