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NO MERECE LA PENA

 

Aun hoy me lo pregunto: ¿cómo pudo?. Recuerdo sus palabras y un pinchazo de dolor me taladra el pecho. 

 

Era noche cerrada y escuchaba su voz a través del teléfono. Yo le hablé de la lucha, del dolor, del camino a recorrer hasta hacer crecer un sentimiento. Volvió mi memoria a recordar los tiempos en los que yo le amé, a pesar de mis miedos.

 

Respondió Usted sin dudas, como asesino que culmina su misión con un tiro a bocajarro y escapa presto.

 

No, no lo pensó. En una sola frase quedaron enterradas las sonrisas, los abrazos, la ilusión y el tiempo.

 

Murieron de un certero y cruel golpe en la nuca todas las canciones, los aleteos de la mariposa blanca de nuestras mañanas, el olor del café, el calor de dos cuerpos.

 

Las caricias, los “te amo”, las voces alegres llamándonos en el huerto. Murió la luz de la luna llena que Usted un día quiso ver, y yo, muerta de emoción le mostré en silencio.

 

Y no profirió  Usted un grito, ni un insulto, ni una mala palabra de esas que apetece decir en momentos. Dijo Usted simple y llanamente:

 

“No merece la pena.”

 

Y esa, mi pobre pena, creció, más allá del momento. Se hizo fuerte en el silencio y avanzó por la casa, derribó muros y barrió el cemento. Por un instante, apagó las luces de la calle, entró por las ventanas de los viejos, escuchó el andar traqueteante de Emiliano con su perro. Siguió más adelante, por los valles y los cerros. Se llevó por delante los papeles en el suelo y los tiró todos por ahí enmedio, aullando de dolor. Sordo tormento.

 

Cayeron a su paso los pétalos maduros de las rosas. Se posó en la torre de la iglesia y contempló el desastre desde el cielo.

 

Después volvió a mí, mansa y derrotada, nos miramos en silencio. Y se encerró en mi corazón como para terminar ahí su mísero y lastimero vuelo.

 

Y entonces, solo en ese instante, como el elixir precioso de un corazón ya muerto, mis ojos dejaron escapar una solitaria lágrima que resbaló, lenta y dolorosa mejilla abajo.

 

Me alegra que Usted no pudo verla. Solo mi pena y yo asistimos a su entierro.

 

 

Felicidades, que nunca nadie logró concentrar tanto desdén, tanta rabia, tanto odio y tanta cobardía en una pequeña y manida frase, de esas aparentemente inofensivas, de las de andar por casa.





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