Jesus Alejandro Reina

Una noche

Y la sangre caía todavía febril
a los pies del borroso y aterrado arrebol
que lloroso, impotente, silenciaba el deceso,
mientras: ¡viva la llama del coloso dragón!
Ululaba en sigilo infernal mi derrota…
Poco a poco, los ríos de mis venas ya lívidas
serpenteaban solos en las hierbas infantes
como huyendo al verdugo, holocausto avernal
entregando en sus manos agrietadas, inmundas,
de victoria macabra, el tormento de mi alma.
Sus dos ojos quemaban, como el cuervo de Poe
más quemaba, que el filo oxidado en la cierra,
más quemaba, el eterno y frío tedio oscuro.
Y clamé a mi Dios bueno, y clemencia y piedad,
y pedí. Como nunca un mortal lo había hecho…
Pero mi alma dormía en tinieblas ahora,
capilares, arterias, mis amores dormían.
Y pedí a las estrellas, recitando en sus luces;
lo que un sueño pesado me jugó en pesadillas.