En las puntas de tus caderas,
frondosas y plurales,
rozan mágicamente mis manos,
posándose en calmo lago de agua
de los hoyuelos de tu pelvis,
es ahí donde se fondea mi ancla
y te besa tan hondamente
como lo hiciese un ciclón turbulento.
La curvatura de tu inquieta figura
es naturaleza de espejismos vanos,
provocando un oasis dilatado
embebido de los exquisitos frutos
que dan forma a tus caderas.
Tersura de ultraje invasivo
que a diario deja inconscientes mis sentidos,
horizontes en forma de montañas
embelesando mis ojos, tan faltos
de mirarles a diario.
Mis manos buscan ese rumbo vibrante
que despliega mi vela, nadando agua
y en la mirada esdrújula
que apunta a tu figura de leona femenina.
Mi corazón volátil, da párpados ausentes,
siguiendo esa sombra ondulante,
que son tus caderas entrañables.
Si me cegara la noche devorante
mis manos serán ojos de lazarillo
para seguir acariciándote tiernamente
como ave volando sobre las nubes,
y mis labios galantes
tocaran el vals eterno
de la pasión absoluta,
con tus caderas exaltadas
en la hora del tacto amoroso.
¡Amor mío!
¡De todas las verdades que veo en el día!
tú eres los racimos de hembra felina,
sueltas el olor a mujer sin perfume,
esencia de savia y sangre pura,
como si un gen de madre natura
te hubiese inyectado una caléndula
de mujer bajo los poros de tu piel
desde tu vientre hasta ese lugar oscuro
que lo circunda y se anuncia
en tu ombligo y su cráter.
¡Ah, imperio único!
como babilónico jardín irrigado
en tus caderas trepan las hiedras,
montes denominados para la mujer,
montes guardianes de la gruta del placer,
del lago explosivo que se derrama
como manantial donde penetra mi arma
en territorio pélvico con el hambre voraz
del león a dieta vegetariana.