Andrea Valentina

Buenos Aires, 22 de Junio

 Las calles de Buenos Aires se alzan al caminante. Alguien inspira, sostiene el sur en su garganta. El muchacho afina un sol, prepara la esquina, la pisa como emparejándola, mientras ella lustra el tango que esta por parir desde sus tacones. Los puntos cardinales se enlazan al nervioso paso de algunos. En las esquinas aparecen de a puñados, son nacimientos y muertes del instante. Doblando uno a uno, de a dos o tres que se atropellan. El Bar del filete porteño abre sus puertas... un bandoneón suena, pero no despierta al bonaerense, sigue su marcha de lengua gacha y silencio de cabeza sellada en quilombos de su andar. Nada viene a romper la soledad del porteño que solo mira a trasluz y vomita cerrojos y problemas.
 Habrá que rehabilitar esos ojos de suelo que tanto han viajado por las mismas calles de barrio, testigos mínimos y rutinarios, gangrena de lo cotidiano sin buscarlo. Un pibe estira la mano con un papel sin brillo ni importancia. El semáforo es un mundo de cuarenta y seis segundos en rojo. Miguel Cané se afloja la corbata doscientos metros después a mundos de cincuenta y cinco segundos ahora. El pibe sopla y sopla su papel de barco, planta atenciones junto a otro que intenta malabares.
 Pero nadie gana.