J.Marc.Sancho

HA PASADO EL TIEMPO

No fui yo quién la buscó en aquel lugar

sino que fue mi juventud y la suya, a las

que encontró el azar.

Era un camino lejano, el que tenía que andar.

No me arredraba la distancia,

porque la ilusión pudo más

que todo aquel tramo, que tuve que caminar.

Por unos raíles sin final

empezó la aventura hacia mi nuevo hogar.

Era un intrépido muchacho

cuando un primer tramo

con el tren tuve que atravesar.

Allí, al bajar, en aquel andén solitario,

vi, cómo del punto más prominente del lugar,

llegaba hasta mí, el hálito de un acervo

clerical, que dejándose rodar,

anegaba gran parte de aquella ciudad.

 

Crucé la huerta entre aromas de azahar.

Anduve monte arriba, tras el frescor mediterráneo,

de un renaciente otoño que acababa de despertar.

Por su enjuta y serpenteante carretera,

pisando el viejo asfalto, colmada de vaivenes

y por sus costados, de agostados altozanos,

allí, el almendro en invierno florece

ante un sol radiante, que transforma aquella

bendita tierra, en un vergel floreciente.

Sin conocer a nadie, entre los más humildes del lugar

encontré la generosidad de unas familias

que con sus manos, abrían surcos en la tierra

y para que a la boca llegara algo qué masticar,

al ganado dedicaban la vida entera.

A cambio de nada, me dieron su amistad,

me acogieron y como a un hijo me ofrecieron su pan.

 

Fue el destino el que guió hábilmente aquellos

días y noches. De allí surgió un sincero cariño,

aportamos cada uno las brasas de la ternura,

llegamos a ser un magnánimo grupo,

algunos de nosotros algo más que amigos.

No sé, cómo ocurrió, pero quizás una mano

sarmentosa, roció de fría escarcha la llama que

había avivado aquel afecto de palabras,

juegos y de atracción.

 

El tiempo ha pasado efímero, por eso hoy

a vosotros os digo:

A los que de verdad fuisteis amigos,

que aunque la distancia parezca un espacio

infinito , ahí, en ese lugar donde ahora habitas

y habito, como un lucero encendido, se encuentra

nuestro latente corazón, sin que exista el olvido.

El viento no se ha llevado aquel calor para siempre,

porque aún queda en un hueco del corazón,

las vivencias que en ese lugar dejamos unidos.

Allí, detenido en un marco vespertino

quedó parte de nuestra juventud, una época

de alborozo, sosiego, amistad y cariño, como un

resplandor que en el cielo deja un rastro indefinido.

Nadie de esta tierra lo borrará, tan solo el tiempo

se lo llevará consigo.

Tú, que ya tienes como yo, un largo trecho recorrido

y aunque no seamos asiduos, sí tenemos como en

aquel entonces, el uno con el otro, un brazo sobre

nuestro hombro extendido. Porque fuimos y seguimos,

 —aunque no lo parezca—, siendo amigos.

Ahí está, queramos o no, para recordarlo con tristeza

y júbilo. Con profunda melancolía, porque como

otros muchos, aquellos momentos quedaron impresos

en una página de nuestro álbum de fotografías.

Ha pasado el tiempo y aunque nuestras fisonomías

han borrado cualquier atisbo de lo que éramos,

quizás la historia en un nuevo escenario retorne el tramo

caminado en aquellos días, y en un incomparable

escenario de luz, se reencarne nuestro retrato.

 

A ti, amigo,

altruista, dicharachero, bonachón.

Sí, a ti te digo, carpintero, empresario o qué sé yo.

Aun veo, aquella casona escondida, alejada de la

zona urbana. Aquella estrechísima y cuarteada calzada

y aquel camino sin asfalto que llevaba hasta tu casa.

Esa casa olvidada, entre erosionadas lomas y desérticas

cañadas, sin alcantarillado, sin luz, sin agua, a la que en

algunas ocasiones a pasar la noche me invitabas.

Y allí, dedicada a las labores del campo, al cuidado

de los animales y a las tareas de la casa, por momentos

resplandece por mi mente la figura de una mujer espigada,

entregada en cuerpo y alma a sus hijos, hija y nietas.

Recuerdo aquellos domingos que en armonía, a su mesa

me sentaba.

Y junto a ella, la silueta de un infatigable campesino

con piel de tierra agotada por el sol y el viento. Tragado

por la ingrata boca del campo y de una vida dedicada

a apacentar el ganado, para mantener su casa.

Y a ti, ¡cómo no, herrero!

Artista de la forja, artesano del fuego, el martillo y las tenazas,

generoso en el esfuerzo y en la vida cotidiana.

Aún oigo los golpes sobre el yunque,

la maza sobre el hierro candente saliendo de la fragua

y emanando llamaradas ante tus ojos ardientes.

Aún veo, el hollín tiznando tu cara, tus manos encallecidas,

compactas, pero tiernas como piel de manzana.

Y esa casa bajando la cuesta, a esa mujer menuda,

pero de corazón grande como una montaña que tanto

cariño os daba. Y a ese hombre devorado por los

surcos de la vida, por las glebas que en el campo levantaba

y que tantos, y tantos buenos consejos te daba. Y a tus

hermanos y a tu hermana, que tan gratos momentos con

vosotros pasaba.

Y a ti también, hostelero, audaz emprendedor, aguerrido

compañero del deporte del balón.

Porque sois y porque fuisteis buena gente.

Gracias,

por compartir…

por quererme.

 

  1. Marc. Sancho 19/04/2015