Eugenio Sánchez

LA MUERTE DE DON SACRAMENTO

 

Ha llegado la muerte en su fiero corcel

con sus dientes de fuego y profundas ojeras,

viste negra mortaja, arrastra unas cadenas,

y un halo fúnebre orla su calavera.

 

Ha venido ha cobrarle la deuda de la vida,

a recoger el cuerpo que le fue prestado,

su más grave delito fue su existencia;

en este mundo fue sólo un inquilino.

 

Terco don Sacramento la enfrenta en gran combate

defiende su pellejo con bravura innata;

la maldita sonríe, con risa tenebrosa

descargando con furia mortales guadañazos.

 

Se acerca un ataúd sobre hombros heridos,

ya lo vio de su lecho sin mirarlo,

“mi caja es muy bonita y me gusta el color”,

dijo, mientras sus ojos se inundaban de lágrimas.

 

 

Él no quiere partir por esa senda oscura,

él no quiere dejar viudas a las cantinas

ni abandonar su coca, sus aventuras locas

ni  dejar de ver el sol entrar por la ventana.

 

Los checos apenados laten incansables,

canta la gallareta y se crispa la noche,

un olor a tabaco perfuma el ambiente

y llora cual deudo un negro moscardón.

 

Esta noche es más negra y tenebrosa

mientras el cuerpo exhausto agoniza,

el alma recoge sus pasos y recuerdos

por los hondos caminos del misterio.

 

Pelea el moribundo, delira, se fatiga;

es áspera su voz, inmóvil su  mirada.

“Que lo llamen, está sufriendo el pobre”,

murmura  una anciana, sentada en un rincón.

 

Y cuando el llamador da el tercer grito

se cerraron los ojos, quedó yerto,

con los puños aún en pie de lucha

como mueren los hombre que no mueren.