kavanarudén

Madre dolorosa

 

 

 

 

Apenas te lo han entregado.

Reposa en tu regazo, como en antaño, pero esta vez yace muerto.

Aún sientes el calor que emana su cuerpo martirizado.

De sus heridas brota aún la sangre, esa sangre que es sangre de tu sangre.

 

Cierras tus ojos cansados, agotados, por tanto dolor, por tanta injusticia, tanto sufrir.

 

Resististe con fuerza viril todo su calvario.

Detrás ibas, impotente, madre adorada.

Sentías cada latigazo, cada esputo, cada insulto, cada humillación.

Paso a paso lo acompañabas en su pasión, que es la tuya.

Presentías su muerte. Cuando lo han atrapado, saltó tu corazón abrumado.

Miradas que se encontraron en la vía del dolor: “estoy aquí hijo mío, aquí estoy”.

Sentiste cada martillazo. El clavo insensible y frío, no tuvo compasión de ninguno de los dos.

Atravesados estaban, madre e hijo, en profundo dolor, profundo amor.

 

Elevado en la cruz, le gritaste con la poca voz que te quedaba aún:

 

“Carne de mi carne, vida de mi vida, hijo mío, déjame morir contigo”.

 

Lentamente su mirada se apagó, acunada por la tuya.

Besaste sus pies clavados.

Sentiste el sabor de su sangre, más dulce que la miel, licor celeste, que no calmó tu dolor.

Lo ofreciste a quien te lo había donado.

El fruto de tus entrañas, elevado de la tierra, maltratado, martirizado.

 

Ahora está en tus brazos, inerme, la vida lo ha abandonado.

“Hijo mío de mis entrañas ¿Qué te han hecho mi niño, que te han hecho mi rey?” – le dices mientras lo estrechas a ti, como queriendo darle de nuevo la vida, tu vida –

 

Tus santas manos limpian tiernamente aquel rostro.

Lo acunas, lo meses, como cuando lo hacías en su niñez.

Recuerdos te asaltan, uno a uno.

Sus primeros pasos, sus primeras palabras, su tierna mirada, sus ojos penetrantes. Se formó dentro de ti. Lo tuviste, como un tesoro precioso, nueve meses en tu vientre. Sentías como se movía. Le cantabas cada noche una canción de cuna y te quedabas dormida dulcemente al lado de tu esposo José.

 

No hay dolor más profundo, que perder en un segundo, el fruto de tus entrañas.

En silencio miras al infinito, el alba de un nuevo amanecer, un nuevo mundo que acaba de nacer.