Atrea

El recuerdo más noble

El recuerdo más viejo que guardo tuvo lugar hace muchos años. Yo debía tener tres años como mucho, no más. Mi padre me había comprado una colchoneta. Era muy pequeña pero no me importaba, yo soñaba con cruzar el océano. A mi madre no le gustaba la idea aunque ella nunca me lo dijo. Cuando me la dio, la agarré con ahínco y me escondí bajo la mesa. Mi madre enfadada repetía una y otra vez “sal de debajo de la mesa, vas a quedar pequeña”, pero me daba igual, yo no quería crecer, yo quería cruzar el océano. Navegar entre delfines. Ver las estrellas y empaparme del brillo de la luna. Poco importaba no crecer. Al igual que mi padre, quería atravesar el mar e ir hacia el infinito del horizonte, donde nada acaba. 

Una voz grave y unas piernas gruesas asomaron por la puerta de la cocina. Era mi padre.
-¿Y la niña?- preguntó él.
-Debajo de la mesa- respondió mi madre enfadada.
Entonces me reí a carcajadas, salí de allí abajo airosa y salté a los brazos de mi padre - Papá, ¿mañana vamos a la playa?-
-Pues no lo sé, si el tiempo lo permite sí. ¿Ya quieres estrenar la colchoneta?-
- ¿Estrenar?- pregunté atónita -Yo quiero cruzar el océano.-
Mi madre, se volvió hacia nosotros y se rio. Una risa burlona y fea que se mete entre oído y oído y no quiere salir -Estás mucho tiempo delante de la tele. Demasiados dibujos. Ahora a la cama, mañana tenemos que levantarnos temprano-
-¿Entonces vamos a ir a la playa?- Insistí
-Sí, a cruzar el océano- Respondió ella y acto seguido se rio.
Mi padre me acompañó hasta la habitación. Y como todas las noches, tenía miedo. Entonces pensé “si no saliera de debajo de la mesa”. Agarré a mi padre con fuerza y le pregunté si esa noche también querrían las calaveras a dormir conmigo. Las calaveras siempre dormían conmigo y, a menudo, taladraban mis sueños. En más de una ocasión, me declararon la guerra y un ejército de más de un millón de soldados calaveras invadían mi habitación. Y él, siempre me decía lo mismo “no hay nada en tu habitación” y yo, lloraba. Algunas veces, si había suerte, podía dormir con ellos. Y esa noche, pude dormir con ellos.
Los rayos de sol violaban las rendijas de la ventana y la claridad golpeaba mi abrir y cerrar de ojos. No había nadie. Primero miré a un lado y luego, otro. “¿Mamá?, ¿Papá?” Nadie contestó. Las calaveras invadieron el mundo, pensé. Me levanté sobresaltada y con las lágrimas en los ojos busqué por todas las habitaciones. No estaban. Descalza y con un pijama si bien recuerdo era verde, o rosa ya no quería cruzar el océano, quería a mis padres. Abrí la puerta de casa, llamé al ascensor y corrí calle abajo. Hacía buen día y las calles estaban llenas de caras desconocidas que ponían su atención en mí. Una niña de tres años, corriendo con sus rizos de oro al viento, dotada de una palidez sobrenatural cubierta de lágrimas de cocodrilo y con los pies negros por la suciedad del asfalto. No sé cuánto corrí pero sí que al final de la calle estaban mi padre y mi madre. Los ojos se me abrieron como platos y aunque cansada, corría con más fuerza. Fue uno de los días más felices de mi vida. Habían ganado la guerra a las calaveras y para celebrarlo habían salido a comprar unos kilos de sardinas para asar en la playa.