David F.

Carta desde el otro lado del mundo a mi primo.

Primo me gustaría compartir con vos que a veces por alguna razón inexplicable me invade la necesidad de salir a caminar, y quiero subrayar que utilizo la palabra \"necesidad\" por pura sutileza, pues ese  afán incontrolable que se apodera de mí se parece mucho más a \"orden interna\" que a necesidad. 

Inevitable me viene a la mente el diciembre de hace dos años: 

Por aquél entonces vivía en una isla del océano atlántico, casi siempre envuelta de un aire arenoso proveniente del desierto que difuminá la visibilidad, y que los árabes llaman \"calima\".

Recuerdo las abuelas recolectando los frutos de sus pequeños huertos con un velo blanco y un sombrero de paja a reparo del acoso del sol y del polvo. Desde los acantilados se oía el mar furioso chocando incesante contra las rocas y si mirabas hacia el este en el horizonte se alzaba la silueta del desierto del Sáhara. 

Recuerdo que mi jefe me llamó a la oficina para decirme que tendría vacaciones. 

Durante los años anteriores siempre había trabajado en navidades y de repente tendría vacaciones en diciembre y sin poder viajar a mi país.

Aterricé el día uno de diciembre en Bilbao en el norte de España. Desde el aeropuerto me dirigí en taxi hacia la tienda de ropa de montaña mas cercana adonde compré las zapatillas mas baratas y un saco de dormir.

Al día siguiente sin saber muy bien de que se trataba la peregrinación empecé a caminar con mi mochila y dos metros de nieve en Roncenvalles, un pueblo de once habitantes en el medio de los pirineos. Caminé día tras día durante veinticinco días por una distancia de ochocientos kilómetros. 

Como olvidarme de Peter, un dinosaurio Alemán de dos metros, y sesenta y ocho años que me encontré una mañana comiendo mandarinas sentado debajo de un roble. Había enviudado cinco años antes y desde entonces nunca dejó de caminar.

Sin embargo hay un recuerdo de aquel diciembre que perdura, y que me devuelve la sonrisa cuando estoy desganado:

La nochebuena de aquel diciembre en un hostal sin calefacción. Un grupo de peregrinos provenientes de todas partes del mundo alrededor de un tablón de madera compartiendo un poco de queso y frutos secos. Nunca mas los volví a ver, sin embargo recuerdo los rostros tiritantes de cada uno de ellos avasallados por el frío. Esa fue la única noche en que entendí aunque sea por tan solo una noche los valores que algún día me gustaría poder compartir con mi hijo que viene en camino:

La noche en que un puñado de frutos secos y un par de lonchas de queso me bastaron para ser feliz.

Primo te pido perdón si por casualidad te aburro con mis palabras, sin embargo te cuento todo esto porque de alguna manera me hace acordar de vos y de lo que hablábamos. 

Hace unos días iba caminando por el barrio del Raval, un barrio entrelazado por un laberinto de calles angostas en las que cualquier automóvil se encallaría entre dos fachadas de frente.

Desde alambres improvisados cuelgan todo tipo de ropas extravagantes que poco a poco van sudando lentas gotas sucias y que testimonian una gigantesca diversidad cultural. Desde el balcón de un edificio prehistórico pendía una vieja polea oxidada, de esas poleas que las abuelas utilizaban hace cuarenta años después del mercado para subir la compra cada mañana. 

Esa polea perenne que aún pendía desde ese balcón después de tantos años me hizo reflexionar sobre el inexorable paso del tiempo. Me acordé de vos primo, me acordé de la familia tan lejos al otro lado del mundo y de cuándo me hablabas de atar lazos, de conocer la historia de nuestros ancestros y de nuestra sangre. Hablábamos de encontrarnos con nuestras mochilas en algún lugar de Europa, vos sin conocerme    prácticamente de nada ni yo tampoco a vos. Es triste primo que no sepamos nada el uno del otro. A veces me pregunto cosas superfluas de vos primo, como si te gustará el café, o si leerás la prensa por las mañanas. Quién sabe que clase de mujeres te gustarán. 

Si algún día nos encontráramos en ese lugar, vos sin conocerme prácticamente de nada ni yo tampoco a vos me gustaría poder decirte que soy yo, tu primo, sangre de tu propia sangre.