Julio Viyerio

El cofre de la tejedora

 

                             Para Aim Lig

 

Cercana al brasero ajado, sin brillo,

ardiente, en la choza de rústico aspecto,

tejiendo la anciana, concluye el ovillo

vital, sin sobrarle la fibra de aliento.

Su vista imprecisa muy poco traspasa

los párpados flojos, apenas abiertos.

Escasos deseos que en gotas cruzaban

sus flacas mejillas, dejaron de hacerlo.

Absorta, trabaja y no se detiene

a ver el gastado baúl polvoriento,

raído y sellado que solo contiene

el muy asentado vacío, por dentro.

Ajustan sus manos los puntos de lana.

Unidos recrean motivos perfectos

de líneas sutiles que al ser tan exactas,

parece que tienen prohibido el defecto.

Dos ponchos granates, en ambas orillas;

celeste la manta doblada hacia el centro

de esa ancha mesa del cardo, nacida,

que como su dueña, callada se ha vuelto.

A veces, susurra sonidos escasos.

No es ella quien habla, pues dice el diseño;

le marca los rumbos que toman las fibras

y sin cuestionarlo, las cruza, en silencio.

Mis puntos, en cambio, seguidos y aparte

separan los textos en muchos fragmentos.

También fragmentados mi ego y mi obra,

jamás finaliza su exilio, mi ego.

Convierto en acciones, curiosas metáforas,

pues soy alquimista, también usurero.

Inhalo la esencia fugaz de la fama,

inflando con aire mi avaro intelecto.

Baúl vaciado de ser, aunque existe,

ni aún por sí mismo enciende el anhelo;

no tiene un objeto que pueda medirse

y entonces, juzgarse, por malo o por bueno.

Exhibe la anciana, sin garbo, sus mantas;

les compran pasajes; se van sin regreso.

Su nombre cual fuere, veloz se desteje

al pié del rojizo y cónico cerro.

Tal vez esta anciana pudiera mostrarme

la hebra encendida del vítreo tintero;

allí donde oigo la voz incesante

de un libro que busca surcar cada viento.