Alejandrina

Desesperanza

Cae la tarde en su aposento

de tules irisados, cómplice,  silenciosa.

Detrás del ensangrentado perfil

de la ciudad a contraluz,

la luna sonrosada teje con impasible calma

 guedejas oscurecidas.

 

Allí estaba ella acaecida de penas, etérea,

caracola muda, virutas de nácar

morena niña

disimulando la urgencia en sus manos

por tocar el vientre de ese bosque de sal

que a sus pies aplaude sonoro

la locura que desborda su mirada,

clepsidras urgentes en su ritual de agua

se empeñan en marcar la hora de la despedida.

 

Abandonada va, de arena…

abrigada por el cendal de las sombras

mordisqueando temores definitivos

con lentitud de atardecer,

solo la distancia eterna es su destino final.

Da mil vueltas

al pañuelo que adorna su cuello

y aspira aquel perfume hasta agotarlo,

de pino verde,

ese aroma agita en su memoria

todo el campo del sur

y los recuerdos bruñidos en sal liquida

para volver a vivirlos por última vez

nuevitos y lustrosos.

Mientras aquella voz en sus oídos

la destroza y vuelve a unirla, la mata y la revive

la sostiene en vilo luego la lanza al vacío,

prende fuego a la ciudad llamada libertad.

 

Un hombre la vigila de cerca

sostiene en sus manos

una aguja de plata dispuesta a remendar

pero ella esquiva sus ojos erguidos,

resiste ese brillo que enciende el horizonte

en blancas llamas

dibujando gaviotas nuevas en el aire,

¡Qué atrevido es ese que va borrando

las gradas del precipicio! que no le deja ir...

se esfuerza en recordarle de algún lado,

en lo más recóndito del alma le devuelve la mirada

el mismo hombre, ese de antiguas alas.

 

 Alejandrina