juan maria

LA RATA (CUENTITO)

                     


Me contemplaba desde unos pequeños riscos, fijamente, con clarisima atención, pero sin parar en sus nerviosos y naturales movimientos.

Los riscos eran los únicos accidentes naturales que rompían la monotonía de la minúscula isla rodeada por el paisaje marítimo, sin ningún elemento que fuera distinto de la uniforme y aburrida continuidad del mar.

La maldita rata me vigilaba incansablemente y no había ninguna duda de que era el elegido como su enemigo perfecto, como si no hubiera otro en el mundo.

Mi pequeña goleta que realizaba cortas excursiones por esa zona del Caribe simplemente se prendió fuego, tosió un poco y se fue a pique.

Yo sabía que estábamos en un cayo deshabitado del archipiélago de San Andrés y Providencia y que antes que desesperar había mas bien que ponerse a pensar.

Pero estaba la rata, la maldita rata, a toda hora la rata.

Sentada me miraba, de mañana y de tarde, y sabia que por las noches rondaba muy cerca mio.

Yo la vi llegar a la pequeña isla sobre un monton de maderos flotantes, después del naufragio, cuando yo también llegaba.

Se sentaba a veinte o trinta metros y me estudiaba.

En esa posición medía cincuenta o sesenta, pero erguida los centímetros se hacían setenta u ochenta; ¡carajo!, era una enorme rata.

Si la idea del animal era ponerme nervioso, lo estaba logrando con suficiencia.

 La rata, supongo, estaría harta de comer dulce y el hastio de su organismo impediría sin duda por cuestiones de rechazo digestivo la empalagosa dieta del coco.

Yo todavía conservaba una parte de la pequeña provisión de galletas que había rescatado de mi goleta.

Ese alimento era la obsesión de la inmunda rata, y una noche desperté sobresaltado y sorprendí a mi enemiga buscando entre mis pertenencias.

En la oscuridad estiré el brazo y alcancé a tocar su duro pelaje; se oyeron espantosos chillidos y sentí sus dientes en mi mano.

La rata huyo, pero la primera sngre fue un logro suyo.

Cada día que pasaba tanto el animal como yo sentíamos el hartazgo del dulce y empalagoso jugo de coco y nos resultaba mas asquerosa todavía su pulpa.

Con la ansiedad crecía la peligrosidad de la rata.

Pero yo tampoco estaba tranquilo; el feroz roedor tenía en mente sin duda alguna la minuciosa e implacable idea de devorarme y por momentos sus audaces acercamientos eran mas frecuentes y peligrosos.

Estaba dispuesto a terminar a mi favor aquella desalmada peripecia.

Rebusqué en un  sobre de plástico entre los precarios medicamentos que había salvado para mi botiquín y utilicé varios comprimidos para preparar con la última sobra de galletas un bocadillo que sería un manjar para la rata.

Cuando esa noche se acercó, comió golosamente ya hastiada del coco por lo empalagoso.

La seguí y despues de un corto tiempo la encontré dormida.

Y clave sin asco en su corazón la astilla que para esa industria llevaba.

¡El Rohypnol había cumplido!

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