Juan Senda

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EL PARAISO DEL ALMA

 

¡Qué largos son mis caminos cuando no tienen regreso,


cuando mi melancolía se va muriendo sin besos!


 Deja que te hable por los hilos de la sombra,


desde la ventana donde pueda ver a Dios,


desde las cortinas que se mueren solitarias,


desde las montañas de mi absorto corazón.

 


Deja que te vea en lo alto de los bosques,


que tus manos vayan recogiendo flores de oro,


hojas de sangre y plumas de abetos.



Déjame verte en mis llantos de fuego querido,


en el resplandor de amor de nuestros astros,


para beber la luz de nuestros sueños en nustras almas


esculpidos y en esta antorcha de luna dulce y bella,


y así fenezca el hambre de nuestros tiempos.

 


Déjame verte desde mi padecimiento,


como la hija del mar, como la hija del viento,


como un bergantín sin palos al furor de barlovento


que va, que la mar lo come, que la mar lo va comiendo,


y la tierra está a la vista y a la vista, “Sotavento”.

 


Mis ojos ya no te alcanzan y tus velas no las veo.


Sólo quedan en mi pecho llanuras y más llanuras,


llanuras de mis lamentos.

 


Reventaré los canales y las cadenas de mi pecho


para liberar los ríos que ahogan mis pensamientos.



Y encenderé mi locura y mis volcanes por dentro,


y hallaré la pena mía y guardaré mis deseos,


y toda melancolía ha de salir de mi pecho,


con la más altiva llama, con los fulgores del cielo.



Y han de venir los santos y han de venir los muertos,


y todos me han de traer los desamparos más tristes


de mi alma y de mi cuerpo.

.

La soledad me acorrala y me devana el cerebro


y a veces huyo de mí para beber del sosiego,


para encontrarte en mis ojos, para soñarte en mis sueños.

 


Eres la tempestad cautiva que brama en mis sentimientos,


temporal de sangre vertida y eres cárcel en mi pecho.



Y vivo sin vivir con vida, y vivo sin vivir viviendo,


pues todo mi vivir que vivo no alcanza mi vivir queriendo.

 


Mátame oh, selva mía, con tus flechas repentinas;


pero déjame que mi alma toque las sedas puras de tu cuello.


 

Encarcélame si quieres o envenéname en tus celdas;


pero admíteme que bese dulcemente los paraísos de tus cabellos.

 

Sepúltame si quieres o encadéname en la muerte;


pero acógeme y fúndeme con el más tierno amor


de tus delicados consuelos.

 

Suprímeme, arrebátame, desintégrame si quieres;


pero déjame que vea y contemple los ríos y orillas de tu cuerpo.