AmparoIglesias

Los sueños, sueños son.

Déjame descansar las pupilas sobre tus planes, y hablemos de sueños.

Me apetece que me cuentes lo poco de real que hay en ellos, y me enseñes a elevar los pies del suelo aun cuando tengo vértigo.

Que yo estoy de acuerdo con Froid: los sueños están sobrevalorados.

Se te escapa la vida tras de ellos, desgastando la suela de los zapatos contra los cientos de suicidios emocionales que se han adueñado de los puentes de tus ciudades.

El país de tu boca.

La nación de tus orgasmos.

El municipio de tus rodillas.

Que nos sobra el drama y las miles de hostias que damos en otra mejilla por celos, pero nos faltan las ganas de hacer verso un cruce de miradas que irremediablemente desemboca en un descruce de piernas y un cambio de dirección, hacia su vida.

Seguir un culo durante tres manzanas con el descaro que posiblemente le pondría Bukowski.

Y no acabar en la cama, porque todo lo apetecible necesita al menos de cien avenidas, cuatrocientas calles y algún parque de por medio, para que te inviten a un apartamento sin cortinas donde puedas ver Central Park mientras follas en la cocina del mejor trasero de todo Nueva York.

Y te sientes el rey del mundo, porque a veces el universo se esconde en otro pecho que da cobijo a la vía láctea y hace de un suspiro, la órbita en la que giran todos tus sentidos.

Que no voy a prohibirte que sueñes, quizás porque tus ojos siguen siendo tus ojos aun cuando descansan, y se mueven a prisa en busca de metas que cada día parecen cambiar de destino.

Igual es el camino todo lo que importa, y deberías de medir el tiempo que pasas en él en intensidades, y la intensidad en los folios que necesitas para hablar de sus bostezos.

Decían que el mundo acabaría cuando predijeron los mayas, y a ti te habría pillado dormida, tan hermosa que el fin del mundo habría vestido de traje para besarte en los labios y de haber despertado, nos habría concedido, al menos, un par más de días a doscientas canciones el minuto, a trescientos orgasmos la hora.

Que soñar no es más que la excusa perfecta para poder quejarte de tu vida sin que nadie te juzgue de cobarde y quede a la intemperie tu falta de cojones.

Y puedes tacharme de fría.

Que he sido tantas cosas en la vida, que ya no me importa.

Una vez fui la puta de uno al que pagaba en canciones. Me acomodé entre sus costillas. Y cuando empezó a cobrarse los servicios con rutina, tuve que dejarle de verle porque estaba a punto de empezar a soñar.

Y ya sabes como me diluvian a mis las pupilas cuando soñando sueño que vienes a soñar conmigo y al final nunca coincidimos dentro de lo soñado.

Prefiero que me sacies la vida, y sienta que se me encharcan los pulmones de placer y me asfixia.

¿Qué sientes cuando levantas los pies del suelo y tu nariz apunta a la luna?

A mi a veces se me levanta la falda cuando paso por su portal, y la punta de mis zapatos señala hacia una dirección que no entiende porque merodeo por allí con las pecas hechas catástrofes.

Que en vida mueres, eso es cierto, pero resucitar entre drogas y excesos, hace de los días escenarios dignos que esconder entre versos.

Yo no se que te ha contado a ti tu sueño, y si está lo bastante buena como para que pierdas los cojones en el intento de tocarle las bragas a destiempo, en lo efímero que hay detrás de unos párpados que se cierran; pero mi sueño me ha tratado mal.

Casi a patadas.

Te ha puesto delante sin ropa y sin perfume, como animales, y antes de poder llenar de saliva tus instintos, me ha despertado de golpe recordándome que nosotros no somos de hallarnos en unos ojos que se apagan.

Que somos más bien de encontrarnos en lo leído de una realidad que se hace verso al ritmo que descarrilan nuestras esperanzas en el andén de todo lo que no fuimos mientras tratábamos de serlo.

Y se nos fue la vida besándonos entre sueños de papel que volaron al primer soplo de una realidad cansada de cubrirnos las espaldas cada vez que nos revolcábamos en el centro de cientos de ilusiones que se apellidaban utopía.

Que razón tenías Calderón: ‘’los sueños, sueños son.’’