AmparoIglesias

Muerte número cuarenta y seis.

Eres la prueba de que la vida no es suficiente.

Y que se puede morir sin llegar a estar muerto.

No se como definirlo sin parecer poco cuerda, pero si vas a quedarte lo intento.

¿Y si sobornamos a la evidencia y planificamos nuestro final? Quiero fuegos artificiales.

Y créeme, no es que quiera irme, es que reconocer que quiero quedarme no se me da demasiado bien.

Ayúdame. Súbeme la falda hasta las nubes y fóllame como si lo hicieses sobre la cama de un hotel de cinco estrellas.

Con chocolatina en la almohada y orgasmos en las cuatro paredes y en las doscientas esquinas que inventemos.

Supongo que siempre tuvimos la opción de dejarnos ir pero nunca nos apeteció curarnos (a mi de ti y a ti de mi), y aunque las balas hubiesen parado (que no fue el caso) habríamos buscado otra forma de morir.

Y es que el olvido no es más que el efecto secundario de no tener cojones para intentarlo; y aunque hay noches de drogas en las que me pregunto cuantas muertes sentimentales aguanta una relación, se me pasa el efecto cuando resucitamos lo perdido y acabamos revolcándonos entre esperanzas tan faltas de ropa como de equilibrio.

Te escribo porque cuando la guerra empiece, quiero que tengas una trinchera donde puedas venirte a dormir, y me dejes escuchar tus gemidos como si se tratasen de una de esas canciones de los ochenta que no pasan de moda.

No te preocupes por las heridas, que por mis venas ya solo corre el café que tomábamos para desayunar después de despilfarrar el amor por el desagüe de la ducha.

Y oye que lo entiendo, que se que el compromiso te baja las erecciones, por eso no te pido tu mundo entero, solo alguna noche (con menos kilómetros y ropa de lo habitual) que se repita cada vez que esté convencida de que se acabó; y ya se que pedirte que aparezcas cuando estoy a punto de marcharme, es la forma más cobarde de pedirte una rutina.

Pero que voy a hacerle, si prefiero ser el motivo de tus mejores polvos, que la musa de cualquier artista del Renacimiento, y esa es la definición menos cursi que se me ha ocurrido del amor.

Regálame otra vida después de la muerte número cuarenta y seis, y déjame que te encuentre, esta vez más segura y sin un final tan evidente. Con condones y cien sonrisas protagonistas de tus sueños más eróticos, porque aunque tú no lo sepas, sonreír es lo más parecido al sexo en esta poesía.

Mientras tanto, seguiré pensando que las peores discusiones son las que tienes con tu memoria, y que aún hay recuerdos congelados con los que no puedo discutir.

Y es que por más turismo que haga por otras braguetas, nada cura tus cicatrices, que se vuelven inmunes a cualquier intento fallido de resucitar la manilla del minutero que se ha declarado en huelga desde que no te ve pasear desnudo por la cocina.

Te dejo edificar en todo el espacio que hay de tus manos a mi orgasmo, a ver si remediamos la distancia y encontramos la manera de que nuestros kilómetros se desnuden más allá de la ropa, ya sabes, de esas veces que molesta hasta la piel.

Dime, ¿de verdad no te puedes quedar a dormir?.