rodulfogonzalez

EPÍSTOLA

Quiero que sepas, dama increiblemente generosa en cariño, exquisita como el pan recién horneado, toda belleza, que haberte conocido -¿por obra y gracia del azar?- fue lo más hermoso y alentador ocurrido en mi azarosa vida llena de temores, de miedos, de vicisitudes y de incredulidades.

Y yo deseaba estar cercano a tu corazón y que tú lo estuvieras del mío, pero esa timidez campesina de la que me siento orgulloso, aunque tenga centurias o quizás milenios viviendo en ciudades, amables unas, antipáticas otras, me impedía transmitirte ese sentimiento, que a pesar de ser puro como la inocencia de un niño y cristalino cual el agua del río de nuestro pueblo, se resistía a salir de su covacha.

Pero tú -benditas seas mujer por los ángeles que protegen a los tímidos- entraste a mi solitario mundo de poeta  para ofrecerme tu amistad, pan hecho por ti, techo acogedor y lecho. Desde entonces moras en mí. ¿Moro yo en el tuyo?