Carlos Fernando

¿A quién se puede culpar por una muerte?

En una pregunta continua, inquiero:

Cuando no media un homicida.

A quién se puede culpar por una muerte.


A la fatalidad, al destino,

al que imprudente tomó la decisión

de culminar su vida

en un arranque de torpeza.


Aquel otro que despreciando

los avances de la Ciencia, se dejó

llevar de vicios descuidando

las juveniles dotes de un cuerpo sano.

O quien de plano, teniendo

el recurso disponible, hace

caso omiso de cuidarse,

y visitar al médico, en el tiempo

oportuno de salvarse. Se podría

culpar al que conduce un auto

sin tomar las debidas providencias,

o aquel que en su loco andar,

se deja seducir tomando riesgos

imprudente. A quien se aventura

más allá de lo que el sano juicio indica.

Al que su afición por la enervante

adrenalina, le lleva a la temeraria

actividad del deporte extremo,

donde  la vida, pende de un hilo

y de una seda. O el que desafía

las leyes de la Física, indolente,

y conduce como un bólido su automóvil

deportivo, o lo hace bajo el tóxico

efecto del alcohol, o aquel que

descuidado por más que se le advierta,

manda mensajes escritos

por el chat del móvil, o quien olvida

colocarse el cinturón que hubiera

podido rescatarle. A quién habremos

de culpar por una defunción inesperada,

al niño que se cae por accidente,

al médico que falla, o a quien busca

auxilio, cuando ya es tarde.  Al familiar

o al enfermo que en su relato impreciso,

u ocultando detalles, desorienta

el juicio del matasanos que le atiende.


Al médico soberbio que no admite

consultas a deshora, o al que se ve rebasado

en su destreza en el Arte de curar.

Habremos de culpar siempre a la pobreza,

al infortunio,a la indolencia, a los malos

hábitos de higiene, a la promiscuidad,

al error en el diagnóstico o a la mano inexperta

del cirujano que interviene. A la demora,

al infortunio, a la asesina bacteria o virus

que irrumpe en el cuerpo susceptible,

al lábil sistema inmune, esa arma

de dos filos que lo mismo mata, que cura

cuando se activa, o no responde.


Será culpable de todo la genética,

el medio ambiente, o la multifactorial

expresividad de la condición mórbida

que rompe la armonía, y enferma el cuerpo.

Será culpable Dios, que lo permite.


Habremos de culpar a la vacuna,

o a la omisión de vacunar o vacunarse.


A la falla eléctrica, a la catástrofe,

a la carencia de recursos materiales,

al costo de la atención, a la administrativa

traba, al aparato burocrático que antepone

el requisito a la atención médica expedita.


A quién debemos culpar cuando alguien expira.

Porque ante el deudo, alguno tiene

que salir culpable para calmarle del dolor

sufrido por la pérdida. Alguno ha de resultar

culpable, al punto, que al mismo difunto

su partida le reclama. Cuando resulta que

en realidad la culpa está en negar

lo irremediable, que habremos todos

de morir un día, a pesar del recurso,

del diagnóstico certero y puntual,

de los milagros de la Ciencia, del bisturí 

en mano del experto. Del eminente médico,

del más sofisticado recurso terapéutico,

de la más milagrosa medicina. De la más

alta erogación financiera. Y el más alto

estatus social. Todos habremos de morir

llegado el día. Todos, aun yo, aunque no quiera.